25-12-2015

Mediocracia y elecciones


          Casi todo el mundo sabe que la palabra democracia proviene de la conjunción de dos vocablos griegos: “demos”, que se suele traducir por pueblo, y “cracia”, poder (poder o gobierno del pueblo). No obstante, las cosas no son tan simples y la palabra democracia no es un concepto unívoco. A lo largo de la historia los regímenes políticos más variados y diferentes, con valores y procedimientos totalmente encontrados, han reclamado para sí el título de sistemas democráticos. De hecho, los que hoy tenemos por tales en el mundo occidental desarrollado poco tienen que ver con los que regían en lo que se ha denominado “patria de la democracia”, las ciudades helenas, en especial Atenas, democracia directa y la restricción del concepto de “demos” a los ciudadanos libres.


A pesar de las críticas que en estos días se escuchan acerca de la democracia representativa y de la reivindicación de vivificar la democracia directa, esta resulta inviable en los momentos actuales. Solo fue posible en Grecia por las especiales características que presentaban estas sociedades: pequeños estados con un gran número de esclavos excluidos de todos los derechos, que asumían la totalidad de las labores manuales y domésticas, y permitían así a los ciudadanos libres, los únicos que tenían la condición de ciudadanos, su dedicación casi en exclusiva a la política. Hoy, por el contrario, las sociedades son mucho más complejas, la política está abierta a todos los ciudadanos, pero estos encuentran graves dificultades para participar activamente en ella. No solo, como se afirma, por las imperfecciones del sistema, sino porque el grado de ocupación laboral y doméstica de la mayoría de la población, apenas deja tiempo ni incluso ganas para dedicarlo al juego político, más allá de ese mínimo de votar cada cierto tiempo. Paradójicamente, muchas de las propuestas tendentes a procesos asamblearios juegan en contra de la propia democracia, dando el poder de decisión en muchos casos a una minoría, la más activa, pero carente de representación.


De lo anterior se desprende que, al menos en el momento de votar, los ciudadanos deberían ser plenamente conscientes de los programas y de las propuestas de las distintas formaciones políticas, y que la emotividad y el efecto imagen deberían ceder su puesto a la información, a la racionalidad y a los argumentos. La democracia representativa ha contado durante muchos años con la ayuda inapreciable de la prensa, que ha servido para acercar la actividad política a los ciudadanos. Pero en época relativamente reciente el incremento de las tecnologías de la información, unido al enorme tamaño adquirido por los medios de comunicación, ha producido un resultado contrario al que cabía esperar y que se ha visualizado perfectamente en estos comicios. Los medios han fagocitado la política y la han distorsionado hasta extremos vergonzosos.


Por una parte, la prensa y en gran medida los periodistas no se contentan con su papel de transmisores, sino que entran en el juego político tomando partido, superponiéndose a las formaciones políticas e incluso diciéndoles qué deben y qué no deben hacer, lo que tiene sin duda implicaciones muy graves, desde el momento en el que los medios, dadas sus características actuales, están dominados en su totalidad por los poderes económicos.


Por otra parte, los intereses comerciales de los distintos medios, especialmente de las televisiones, han empobrecido el discurso político de manera hasta ahora inimaginable. En esta campaña, los debates, lejos de la información y el contraste sobre lo que las distintas formaciones políticas proponían, han buscado el entretenimiento, asimilándolos a los reality shows o, al menos, a algunas tertulias. Tiempos de intervenciones muy reducidos y la posibilidad de interrumpir han originado que todo razonamiento, pero también la justificación de las medidas propuestas, resultase prácticamente imposible. Todo se reduce a eslóganes. A este resultado también colaboran las redes sociales, con efectos positivos en otros aspectos, pero desastrosos en política, ya que sustituyen los argumentos por mensajes telegráficos, consignas, cuando no insultos e improperios.


La dictadura de los medios se manifiesta también en las encuestas. Han sido los medios y las encuestas los que han dictaminado quién tenía que participar y quién no en los debates. De hecho, partidos con representación en las Cortes han sido desplazados por otros que carecían de ella, pero a los que las encuestas, sin validez jurídica alguna, auguraban buenos resultados. Hasta la misma Junta electoral sucumbió a la trampa. Y conviene tener en cuenta que las encuestas no solo retratan la realidad, sino que también la modifican. No deja de ser curioso que desde la prensa ahora se reclame la posibilidad de publicarlas también durante la última semana de la campaña. Todo sea por el espectáculo. Y el espectáculo, y no la racionalidad, exigía también que fuesen los líderes de los distintos partidos los que debatiesen, aun cuando no dominasen todos los extremos de sus programas electorales. Hasta hubo un medio que en su arrogancia se atrevió a vetar a la vicepresidenta del Gobierno por no considerarla la persona adecuada.


Parece evidente que en estas elecciones el tema económico y social debía aparecer como un factor clave, al ser su problemática la que más importaba al ciudadano a la hora de inclinarse por uno u otro partido. De ahí la relevancia que hubiera tenido conocer los programas electorales en esta materia y su viabilidad en el contexto actual marcado por la pertenencia a la Unión Monetaria (véase mi artículo de la semana anterior). No vale presentar una carta a los Reyes magos. Hubiera sido imprescindible por tanto un debate entre los responsables económicos de los diferentes partidos, con tiempo suficiente en cada intervención para argumentar a favor y en contra, de manera que el ciudadano interesado juzgase sobre la coherencia de cada una de las propuestas. Tal vez hubiese sido menos divertido y con menos audiencia que los aquelarres organizados -en los que los únicos elementos que se medían eran la ocurrencia, la chispa y quizá la falta de educación de los participantes-, pero desde luego habría resultado mucho más útil.