25-09-2015

  La capacidad mitificadora del nacionalismo


  El nacionalismo catalán ha inventado un mundo irreal y mítico, pero muy útil para sus fines. No solo es que reescriban la historia, es que además han creado determinadas fábulas con las que justifican sus demenciales planteamientos. En ese mundo de fantasía y paranoia, Cataluña aparece como víctima de toda clase de atropellos y de rapiñas. Es difícil de creer que una de las Comunidades con mayor renta per cápita de España sea explotada por otras regiones, como Andalucía o Extremadura, con situaciones económicas mucho más desfavorables y cuyos naturales, para sobrevivir, tuvieron que emigrar en el pasado precisamente hacia ella. El mundo al revés.


El hecho es tan inverosímil que el nacionalismo precisa crear un fantoche, al que llaman Estado español, del que predican toda suerte de males y aberraciones. Construyen un ente abstracto, sin contornos definidos y como si se tratase de algo totalmente ajeno a Cataluña. Esta entelequia no tiene nada que ver con la realidad del verdadero Estado español, con sus luces y sus sombras, y compuesto por todas las Comunidades, también Cataluña, y del que son responsables todos los españoles, también los catalanes. Un Estado fundamentado en una Constitución en cuya elaboración y aprobación Cataluña intervino como ninguna otra región de España.


Siete fueron las personas nombradas entre todos los grupos parlamentarios para redactar la Constitución, de las cuales dos eran catalanas (una de CiU y otra del PSUC, partido integrado hoy en Iniciativa per Catalunya). Ninguna otra Comunidad ha tenido mayor representación. La Constitución fue aprobada en las Cortes con la aquiescencia de Convergencia. En el referéndum para ratificarla, Cataluña ocupó el cuarto lugar en el porcentaje de votos positivos (90,46%), solo superada por Canarias, Andalucía y Murcia (91,89, 91,85 y 90,77%, respectivamente), por encima incluso de Madrid, y con una participación también bastante elevada (70%).


Esa Constitución que determina que la soberanía reside en el conjunto del pueblo español, que crea el Tribunal Constitucional, y que determina el procedimiento a través del cual se puede reformar la propia Constitución (es decir, todo aquello de lo que ahora reniega el nacionalismo), no es una norma impuesta desde el exterior y por la fuerza por un ejército de ocupación, sino el marco de convivencia que se dieron todos los ciudadanos españoles, entre ellos los catalanes, y que estos últimos aprobaron con mayor apoyo que, por ejemplo, el último Estatuto y, desde luego, mucho más de lo que van a representar los votos que obtenga la lista soberanista en las próximas elecciones.


Los nacionalistas en su paranoia y en su afán de revestir ese muñeco al que llaman Estado español se remontan en la historia y predican del resto de España los desafueros que con Cataluña hayan podido cometer los borbones y el franquismo, como si el resto de los españoles no hubieran soportado abusos e injusticias de esos regímenes, al menos en la misma proporción que los catalanes. Y refiriéndonos a épocas más recientes, a los gobiernos democráticos, no creo que sus aciertos y equivocaciones hayan incidido de distinta manera en Cataluña que en el resto de España. Pero, sobre todo, hay que hacer notar que la participación de los catalanes en la monarquía, en la dictadura y en la democracia no ha sido diferente de la de los extremeños, castellanos o andaluces. Todos víctimas y culpables, porque los desafueros e injusticias no se han manifestado entre regiones, sino entre clases.


Hay que convenir, además, en que pocas Comunidades habrán tenido más protagonismo en el autogobierno del Estado español que Cataluña; no solo porque muchos catalanes hayan ocupado ministerios y otros cargos de relevancia en la Administración española -en la misma proporción cuando no mayor que los naturales de otras regiones-, sino también porque los partidos nacionalistas, en su papel de bisagra, han condicionado con mucha frecuencia al gobierno de turno de España.


Los intereses de Cataluña han estado más presentes en las Cortes Generales que los de cualquier otro territorio español. Sería muy ilustrativo estudiar en las actas del Congreso las veces que aparecen las palabras Cataluña y catalanes, y compararlas con las relativas a otras latitudes; el número de las primeras ganaría por goleada. La diferencia sería tan abultada que un extranjero que no conociese bien la composición del país pensaría que España se reduce a Cataluña y poco más. Resulta complicado entender cómo se puede decir desde Cataluña que el Gobierno español los explota si ellos han sido, en mayor medida que ninguna otra Comunidad, el Gobierno español, y cómo comprender que griten ahora que “quieren decidir” si llevan decidiendo al menos treinta años, y participando en las decisiones sobre España mucho más que los ciudadanos de cualquier otra región.


Los catalanes, lo mismo que los habitantes de otras Autonomías, a la hora de buscar opresores, deberían mirar más hacia dentro, entre sus propias oligarquías, que hacia fuera. Quizá no estaría de más que los habitantes de Cataluña se preguntasen hoy si ese intento por parte de algunos de buscar fuera a los responsables de los agravios no es un mero truco para eludir las propias culpas. ¿Acaso el Gobierno de la Generalitat no tiene nada que ver en la política neoliberal? ¿Es que los catalanes no han formado parte de todos los gobiernos del Estado? ¿Y acaso CiU no ha apoyado tanto al PSOE como al PP en cuantas medidas reaccionarias se han adoptado?


Por otro lado, es difícil entender el discurso de Esquerra y de otras formaciones políticas cuando se definen como partidos de izquierdas y se oponen a la función redistributiva del Estado, e intentan limitar las transferencias de las regiones ricas a las pobres. A nadie le puede parecer una postura muy progresista postular que Botín, Amancio Ortega y las Koplowitz están excesivamente gravados. No sé por qué hay que aplicar parámetros distintos cuando hablamos de regiones. Cunde la sospecha de que cuando se habla de limitar la solidaridad, en el fondo lo que se está pensando es que los ricos son ricos por sus méritos y los pobres, pobres por sus pecados. Es lo que piensa Merkel de los países del Sur, y es posible que sea lo que piensan algunos catalanes de los andaluces o de los extremeños. Detrás de todo nacionalismo en realidad se esconde el sentimiento de la propia excelencia frente a la mediocridad de los otros pueblos. De ahí a la xenofobia y al racismo hay poca distancia.


Resulta en extremo hipócrita y artero que un movimiento profundamente reaccionario, con la finalidad de atraerse el voto de los castigados por la crisis y de los indignados por la política de austeridad impuesta desde Europa, identifique la supuesta república independiente de Arcadia, conjunto de igualdad, justicia, honestidad y buen gobierno, y promesa de prosperidad y venturas sin fin.