20-02-2015

El euro, los gobiernos engañan a sus ciudadanos


  Parece ser que Jean-Claude Juncker, desde hace meses flamante presidente de la Comisión Europea, no se va a caracterizar por sus dotes diplomáticas. Dio prueba de una gran zafiedad, al tiempo que de una enorme soberbia, cuando delante de todos los parlamentarios europeos del Grupo Popular sentenció que Alexis Tsipras, primer ministro de Grecia, no tiene ni idea de economía, “no sabe de lo que habla”, añadiendo a continuación “que era como un estudiante de primer año de medicina dispuesto a operar a corazón abierto”. A pesar de que pidió discreción a sus oyentes, debía saber que era imposible que la noticia no se filtrase.


Es llamativo el desprecio con el que ciertos políticos europeos (sobre todo si son del Norte) hablan de los demás (especialmente si son del Sur), porque cuando se analiza la biografía del actual presidente de la Comisión Europea se descubre que todo su bagaje intelectual  se reduce al bachiller adquirido en Luxemburgo y una maestría de Derecho por la Universidad de Estrasburgo. No se le conoce oficio ni beneficio como no sea el de político, que comienza a ejercer en edad muy temprana, a los veinte años, ingresando en el partido social cristiano de Luxemburgo en el que desarrolla toda su carrera y del que es nombrado a sus veinticinco años (al tiempo que termina su maestría en Derecho) secretario parlamentario. A partir de ahí va escalando los distintos puestos hasta encumbrarse a las mayores magistraturas tanto en su país como en los organismos internacionales. Cuenta, eso sí, con tres doctorados pero honoris causa, originados por tanto no en sus conocimientos sino en sus méritos honoríficos, que muy bien podían obedecer al hecho de permitir que la mayoría de las multinacionales no pagasen impuestos por el simple procedimiento de domiciliarse en Luxemburgo.


La trayectoria del señor Juncker puede ser paradigmática de un cierto número de políticos que abundan mucho en España y en Europa y que aparecen como expertos cuando toda su sabiduría se reduce a conocer bien los vericuetos por los que se medra en los partidos políticos y cómo se escala sin bagaje a las más altas posiciones.


Cuentan las crónicas que Juncker tuvo un papel destacado en la elaboración del Tratado de Maastricht. Pues bien, todos los que participaron en aquel engendro y los que ahora lo siguen respaldando, sí que son aprendices, pero no de medicina sino de brujo, y han operado y siguen operando a naciones y sociedades europeas, aun cuando estaban sanas, a corazón abierto y ahora no saben cómo terminar la intervención de modo que los pacientes se les están quedando entre las manos.


Las más elementales reglas económicas, al alcance incluso de un licenciado en Derecho, enseñan que una unión monetaria resulta inviable si no se realiza al mismo tiempo entre los países una integración fiscal, con un presupuesto comunitario sólido, tanto los ingresos como en los gastos, tal como el que presenta cualquier Estado, con capacidad, por tanto, para compensar, al menos parcialmente, los desequilibrios y las desigualdades que generan la unidad de mercado y la integración financiera y monetaria.


Cualquiera que estudie la realidad económica de los Estados percibe que en su interior y entre sus partes se producen grandes desequilibrios territoriales y que unas zonas se desarrollan más que otras y a su costa; lo que exige para paliarlos la intervención del poder político. En realidad, es un proceso similar al que se produce a escala personal, y en cierta medida derivado de él. El Estado, mediante impuestos progresivos y prestaciones y servicios públicos, modifica la distribución de la renta que realiza el mercado y al corregir las desigualdades entre personas reduce al mismo tiempo las diferencias entre las regiones. Es esa hacienda común la que efectúa una importante transferencia de recursos entre las regiones pobres y ricas; sin ella, cualquier unión monetaria generara entre los Estados o las regiones tales desequilibrios que la  abocarán antes o después al fracaso.


Los prohombres de Maastricht cerraron los ojos a esta realidad. Ellos sí que no se enteraron de nada, y como aprendices de brujo iniciaron un experimento inédito que está costando muy caro a los países que se adentraron por esta senda. No se enteraron de nada, o no quisieron enterarse porque había demasiados intereses en juego.


Los gobiernos tanto los de los países del Norte como de los del Sur han engañado a sus ciudadanos. Los del Sur, presentando una situación idílica y ocultándoles que no podían pertenecer a la moneda única sin recibir transferencias de los países ricos, es decir, que la permanencia en la unión monetaria sin unión fiscal habría de conducir  a sus economías a una esclerosis galopante. Continúan mintiendo a sus poblaciones cuando presentan las graves dificultades económicas que padecen derivadas de la Unión como los efectos de una crisis económica tradicional escondiendo las verdaderas causas, y siguen confundiendo a sus sociedades haciéndoles creer que las dificultades desaparecerán en el futuro.


Es más, en esa lógica del engaño quisieron construir un remedo de política territorial redistributiva creando los fondos de cohesión, a todas luces insuficientes para conseguir que los desequilibrios no se agrandasen y se hicieran intolerables. Insuficiencia que quedaba más que demostrada comprobando la cuantía del presupuesto comunitario reducido al 1,24% del PIB, con el que hay que atender no solo los fondos de cohesión y estructurales sino la política agrícola común y los gastos derivados de la burocracia de las instituciones europeas. En España, la gran añagaza la protagonizó Felipe González cuando regresó de Maastricht con pompa y ostentación utilizando el botafumeiro para administrarse una buena dosis de incienso y pregonando su gran triunfo al haber obtenido los fondos de cohesión.


Los mandatarios de los países del Norte engañaron también a sus ciudadanos, haciéndoles creer que la Unión Monetaria podía realizarse sin que a ellos les costase un solo euro, esto es, que se podía mantener la moneda única sin política redistributiva alguna entre los distintos países. No obstante, los ciudadanos alemanes se debían haber  percatado de la falsedad al contemplar la unificación de las dos alemanias y las cantidades tan elevadas que se hubo de transferir desde la Alemania occidental a la oriental. Es comprensible que los ciudadanos de ese y de los otros países del Norte no estén dispuestos a repetir el proceso respecto a las naciones del Sur, pero por eso mismo jamás se debía haber planteado una realidad utópica e imposible.


En la Eurozona la necesaria integración presupuestaria y fiscal ha sido sustituida por el endeudamiento de unos países frente a otros. Las transferencias de recursos precisas para compensar los desequilibrios y las desigualdades entre los Estados creados por la moneda única no se han realizado a fondo perdido o, lo que es lo mismo, sin contrapartida sino como préstamos. Esta sustitución ha podido funcionar a corto plazo, pero a medio y a largo plazo colapsa las economías, porque el endeudamiento tiene un límite a no ser que una y otra vez se apliquen quitas, quitas que los acreedores se resisten a aceptar.


El error de Merkel y de todos sus seguidores, tales como Juncker, radica en olvidar que todo ahorro implica un desahorro en otro sujeto o en otro lugar. El superávit exterior de una nación exige la generación de un déficit en otra o en otras. La política de austeridad no puede ser aplicada a la vez a todos los países. Cuando Alemania ahorra y se niega a reducir el saldo de su balanza de pagos, que se sitúa alrededor del 6%, obliga a los otros Estados al déficit y al endeudamiento. La deuda de los países del Sur no es consecuencia de la prodigalidad y del despilfarro, más bien supone  el resultado lógico de una unión monetaria mal planteada e imposible.