16-10-2015

De la isla del norte a los países del sur


    Hace algunos días, un comunicado del FMI informaba de que Islandia había devuelto por adelantado la cantidad pendiente de pago (con distintos vencimientos escalonados desde el 16 de octubre de 2015 al 25 de agosto de 2016) del préstamo concedido a este país por la quiebra de sus bancos. De esta manera, se libra definitivamente de la tutela del FMI y se confirma que ha salido de la crisis financiera que lo golpeó como a ningún otro  país en el pasado. Las cifras previstas por el propio Fondo así lo indican. El PIB crecerá este año en términos reales el 4,1%, la tasa de paro se situará en el pleno empleo, el 3,7% de la población activa, los sueldos crecerán nada menos que el 8,3% nominal y el 5,95% en términos reales, ya que se espera una inflación del 2,3%. Por último, también se prevé que el sector público presente un superávit del 0,8% del PIB. Panorama idílico que ya quisieran para sí la mayoría por no decir la totalidad de los países europeos, tanto más sorprendente dada la situación crítica en la que se encontraba la economía islandesa al comienzo de la crisis.


En la década anterior a la quiebra de Lehman Brothers, Islandia se había convertido en el paradigma del laissez faire y llevó los principios del neoliberalismo económico al extremo: desregulación, libre circulación de capitales, privatizaciones y carencia de supervisión y control. La banca islandesa se embarcó en una descomunal expansión exterior comprando toda clase de activos financieros. Al estallar la crisis de las hipotecas subprime, los tres grandes bancos, Glitnir, Landsbanki y Kaupthing, se encontraron con que habían acumulado en sus balances una cantidad ingente de activos tóxicos y tuvieron que suspender pagos; entre los tres contaban con una deuda de 60.000 millones de euros. Para percatarse de la gravedad del problema hay que considerar que Islandia es un país muy pequeño, con 300.000 habitantes y un PIB anual de 14.000 millones de euros. Es decir, que la deuda de su sistema financiero superaba en cuatro veces su PIB anual.


Islandia se transformó de este modo en la manifestación más clara de las contradicciones y desatinos que componen eso que llamamos globalización. Entre las incoherencias no es menor la de defender que los bancos y las empresas son internacionales, pero considerarlos nacionales tan pronto comienza una crisis; e incoherencia es también la desproporción que se da en algunos países pequeños entre las dimensiones del Estado y sus entidades financieras, y de las que difícilmente van a poder responder.


Pero paradójicamente la respuesta, tal vez por necesidad, que iba a dar Islandia a los problemas de sus entidades financieras se separa radicalmente de la ortodoxia y de la que han implementado EE. UU. y el resto de países europeos. Nacionalizó, sí, los tres bancos citados y garantizó los depósitos de los islandeses pero, en lugar de inyectarles miles de millones de euros, les dejó suspender pagos y permitió que no hiciesen frente a sus deudas externas, que en su mayoría lo eran con bancos europeos y norteamericanos que terminaron admitiendo una quita del 70%.


Especial repercusión internacional tuvo la quiebra de Icesave, banco online filial de Landsbanki que se había dedicado a operar en Europa, especialmente en Gran Bretaña y Holanda. Los gobiernos de estos países tuvieron que indemnizar a los depositantes y exigieron a la isla del Norte el pago de la deuda. El Gobierno islandés firmó un acuerdo con el Reino Unido y Holanda, según el cual Islandia tenía que abonar a ambos países 4.000 millones de euros en 15 años y al 5,5% de interés, lo que se traducía en una carga aproximada de unos 12.000 euros para cada uno de los contribuyentes. El presidente de la República se negó a refrendar el convenio suscrito por el Gobierno y decidió someterlo a referéndum. Los electores, en dos ocasiones sucesivas, votaron a favor de no pagar las deudas.


Es perfectamente imaginable el discurso catastrofista de los organismos internacionales, de los gobiernos y de los comentaristas políticos y económicos del stablishment mundial ante tal desafío a la ortodoxia y a las leyes del sistema. Es el mismo discurso con el que se ha coaccionado a los países del Sur de Europa para que aceptasen los rescates y las condiciones draconianas de la Troika, y para hacer recaer sobre los contribuyentes respectivos el peso de miles de millones de euros orientados a salvar los bancos, o más bien a los acreedores extranjeros; la diferencia es que Islandia no se sometió al chantaje.


No hay por qué negar que la situación económica de este país atravesó una etapa crítica. En dos años perdió el 8% de su riqueza y la tasa de paro se disparó al 11,9%, cifra a la que Islandia no estaba acostumbrada. Se vio obligada a pedir ayuda al FMI y a los países nórdicos por valor de 2.100 y 2.500 millones de dólares, respectivamente. Pero el Gobierno tuvo la habilidad de que las condiciones pactadas no atacasen el Estado del bienestar, puesto que no se orientaban fundamentalmente al recorte del gasto público, sino al incremento de los ingresos, mediante la reintroducción del impuesto de patrimonio y la subida de los gravámenes de sociedades, renta e IVA. No obstante, muchos islandeses se vieron en la obligación de emigrar.


Frente a este escenario, Islandia, gracias a que no estaba en el euro, pudo devaluar su moneda, que pasó, desde principios de 2008 a finales de 2009, de 90 a 189 coronas por euro, medida que fue fundamental para recobrar competitividad y retornar al crecimiento. Al mismo tiempo, para evitar la evasión del dinero, se limitó la libre circulación de capitales estableciéndose los necesarios controles, controles que aún permanecen y que Islandia, una vez que la situación se ha estabilizado, está pensando en levantar, demostrándose que el famoso "corralito" no tiene el carácter trágico que algunos quieren darle con la finalidad de que se sienta como una amenaza.


En febrero pasado, el presidente de la República de Islandia, Olafur Ragnar Grimsson, en rueda de prensa con los periodistas tras la conferencia pronunciada en la escuela de negocios IESE, sostuvo que la recuperación de su país se debía en parte a no haber escuchado los requerimientos de los organismos internacionales, en especial de la Comisión Europea, para implantar una política de austeridad, y al hecho de haber  situado la democracia por encima de los intereses económicos. A pesar de que sus palabras fueron prudentes y evitó dar consejos a otros países, no pudo por menos que preguntarse que si la UE se había equivocado con ellos, por qué no se iba a equivocar con otras economías.


Ciertamente las condiciones de todos los países no son las mismas. Islandia, por una parte, es un país pequeño y está lejos de constituir un riesgo sistémico y, por otra, cuenta con una gran ventaja al no formar parte del euro. No es lo mismo salirse de la Unión Monetaria que no haber pertenecido nunca a ella. Pero en cualquier caso la comparación con Grecia y con el resto de los países del Sur resulta una tentación extremadamente fuerte como para no plantearse la pregunta de en qué situación estaría el país heleno de haberse arriesgado por un camino parecido al de Islandia. Difícilmente se encontraría en condiciones peores que las actuales. En cuanto a Irlanda, Portugal y España, economías que se supone que están saliendo de la crisis, el grado de devastación en lo social y en lo económico en que han quedado nada tiene que ver con las circunstancias actuales de Islandia aun cuando mantenga el "corralito".