09-012015

Grecia y Alemania


  Ocurrió lo que estaba previsto, que Samaras no consiguió los 180 votos que necesitaba para nombrar presidente de la República y se vio forzado a convocar elecciones generales. La perspectiva de que gane Syriza ha llenado de alarma a las cancillerías europeas y de más allá de los mares. El Fondo Monetario Internacional, con su habitual descaro, suspendió inmediatamente la entrega de los recursos que debía facilitar a Grecia, posponiéndolos, dijo, hasta la constitución de un nuevo gobierno. Desde la Comisión y desde Alemania se lanzan todo tipo de señales, aseverando que sea cual sea el gobierno que salga de las urnas Grecia tiene que cumplir con sus obligaciones.


Pero en el orden internacional las cosas no son ni blancas ni negras, y lo que ayer se defendió hoy se olvida y se mantiene la posición contraria; por eso, con buen criterio, Alexis Tsipras sostiene que se sentará con las autoridades europeas a discutir de forma distinta a como se ha hecho hasta ahora la reestructuración de la deuda (quita incluida). Es más, insinúa que el problema no es únicamente griego -aunque sin duda Grecia es el país más afectado-, sino que se extiende a toda la Europa del sur.


La medida es de las que, con tan solo escucharla, produce urticaria en todos los biempensantes y se suele considerar como una propuesta muy radical, casi antisistema, y desde luego propia de políticos que no conocen los intrincados vericuetos de las finanzas internacionales, ya que conduciría al desastre a cualquier país que la adoptase. Pero lo cierto es que más que una opción ideológica, aunque también lo sea, en ciertas ocasiones resulta una necesidad económica.


Tras la Primera Guerra Mundial, en 1919, Keynes, que no era precisamente un bolchevique, publicó un libro titulado "Las consecuencias económicas de la paz", en el que criticaba muy duramente las condiciones draconianas impuestas a Alemania en el Tratado de París, asegurando que era imposible que esta nación pudiese hacer frente a las indemnizaciones de guerra fijadas que, aunque indeterminadas en el Tratado, Keynes cifraba entre 6.400 y 8.600 millones de libras. El diletante de Bloomsbury pintaba, si el Tratado no se modificaba, un escenario desastroso para toda Europa no solo en el orden económico sino también en el político, como así ocurrió en realidad; y ello a pesar de que el Tratado al final sí se alteró, quizá por la influencia del libro de Keynes, en 1924, con el llamado Plan Dawes, que reducía sustancialmente las deudas por indemnizaciones de guerra de Alemania. Bien es verdad que para cuando se aprobó esta reestructuración Alemania había sufrido ya un desastre financiero y el colapso del marco.


Estos precedentes, junto con el surgimiento del nazismo, el desencadenamiento bélico y, por qué no decirlo, la incipiente guerra fría, originaron que los planteamientos tras la Segunda Guerra Mundial fueran muy diferentes a los que se adoptaron frente a la Primera. Las potencias occidentales llegaron al convencimiento de que de nada sirve exigir una deuda que no se puede pagar y de que sus consecuencias pueden ser muy nocivas para la economía del conjunto. En consonancia con ello, por un acuerdo alcanzado en Londres el 27 de febrero de 1953, se redujeron las deudas de Alemania que provenían del periodo anterior a la guerra, y que alcanzaban 22.600 millones de marcos (incluidos los intereses), a 7.500 millones, y las indemnizaciones de la posguerra cifradas en 16.200 millones de marcos a 7.000 millones. En resumen, una reducción del 62%. Se disponía también en el acuerdo la disminución de los tipos de interés y se establecía la posibilidad de suspender el pago y renegociar sus condiciones si se presentaba una modificación sustancial que limitara la disponibilidad de recursos.


Además de estas quitas, se implantaban una serie de medidas que facilitaban que Alemania pudiese hacer frente a sus obligaciones: 1) reembolsaría la parte esencial de su deuda en marcos; 2) mientras presentase déficit en su balanza de pagos, las potencias acreedoras aceptaban que el país germánico limitase sus importaciones y se comprometían a reducir sus exportaciones a Alemania,  de manera que se sustituyesen los bienes importados por bienes de producción nacional; 3) el servicio de la deuda de Alemania (amortización más intereses) no podría sobrepasar el 5% de los ingresos que obtuviese por exportaciones. En fin, todo el Acuerdo de Londres de 1953 estaba orientado a que Alemania pagase pero sin empobrecerse, y efectivamente hizo posible su recuperación y la situación económica de la que disfruta ahora, incluyendo la reunificación.


Es cierto que el escenario actual de Grecia no se puede comparar con el que Alemania presentaba tras ser derrotada en la segunda contienda mundial, pero no es menos cierto que todos los analistas coinciden en afirmar que, sin guerra, el grado de deterioro al que se ha sometido a la economía del país heleno le cierra toda salida de futuro. En seis años el PIB ha retrocedido un 26%, y el paro ha pasado del 8 al 26% de la población activa.  Los salarios se han reducido sustancialmente; en el caso de los funcionarios, el 30%, que se eleva al 40% en los profesores. El 44% de los griegos se encuentra por debajo del umbral de pobreza. En 2009 la renta per cápita era el 74,4% de la media de la Europa de los 15; en 2013 este porcentaje ha descendido al 51,6%. Curiosamente, la evolución en Alemania ha sido la contraria, pasando del 100 al 111%.


Estos enormes sacrificios impuestos a la sociedad griega no han servido para sanear su economía, todo lo contrario. Después de dos rescates, la deuda externa asciende al 200% del PIB, y el porcentaje que el endeudamiento público representa del PIB ha pasado del 109,3 en 2008 al 175%  en 2013 (aunque Grecia no hubiese incrementado su deuda en euros este porcentaje se habría elevado automáticamente al 145% como simple consecuencia de la reducción del PIB). A finales de 2013 el déficit público alcanzó aún el 12,2% del PIB y la balanza por cuenta corriente continuaba presentando un déficit negativo del 2,7%. Todos estos datos indican claramente que la situación de Grecia es inviable a medio plazo. No es que Grecia no quiera pagar la deuda externa, es que no va a poder pagarla, tanto si sigue dentro del euro como si lo abandona. No es un capricho de Syriza, sino una imposibilidad tanto política como económica. Cuanto antes se plantee el dilema, mejor.


Alemania, olvidando su historia y con una falta absoluta de realismo, no ha tenido reparo en amenazar a los griegos con la posible salida del euro. Merkel y su Gobierno, incapaces de decirla abiertamente, han filtrado a la prensa su opinión acerca de que la Unión Monetaria no necesita de Grecia y de que su salida de la moneda única no conllevaría coste alguno para las otras naciones. Es cierto que en esta ocasión los bancos alemanes tienen mucho menos que perder, ya que se han librado casi por completo de la deuda griega transfiriéndola a los fondos e instituciones europeos. Es decir, la pérdida del impago griego recaería sobre todos los contribuyentes europeos; pero por eso mismo no se puede afirmar que la salida de Grecia no vaya a tener repercusiones negativas para la Unión Monetaria.


El caso de Grecia no es tan aislado como Alemania quiere hacer creer. Ciertamente es el más agudo y más grave, pero no único. El problema de la deuda se extiende a otros muchos países como Irlanda, Portugal y España. Con el corsé del euro y sin apenas crecimiento el nivel de endeudamiento adquirido aparece como una pesada carga que llena el futuro de incertidumbre, incertidumbre que se extiende incluso a países como Italia y Francia. Es evidente que la situación se agravaría aún más con el default griego, ya que en los momentos presentes el 80% de esa deuda está en las instituciones de la Eurozona. Serían, por tanto, el resto de los países los que deberían asumir la pérdida.


Con el presunto retorno al dracma no sería seguramente Grecia el país que peor lo pasase. La devaluación de su moneda le permitiría equilibrar su balanza de pagos que, junto con el impago al menos parcial de la deuda exterior y el control de capitales, le ayudaría a soportar los primeros envites de los mercados y a superar la etapa inicial hasta que los inversores volviesen a tomar confianza, conscientes de que el peligro de insolvencia hubiera pasado. Pero los países que permaneciesen en la Unión Monetaria ni siquiera contarían con esos medios.


Por más que Alemania lo niegue, el contagio tanto económica como políticamente sería inevitable. Lo peor que podría suceder sería que los problemas se fuesen planteando en cadena, uno tras otro, y que progresivamente los distintos Estados tuvieran que ir declarándose en default. La solución mejor a todas luces sería abordar la cuestión de golpe, de una sola vez, con un gran acuerdo de deudores y acreedores, acuerdo ineludible, pero quizá tanto más fácil de conseguir y más eficaz si incluyese las condiciones para desandar lo andando y que cada país retornase a su moneda, es decir, disolver esta sociedad no precisamente de gananciales.