06-11-2015

La izquierda y el derecho a decidir


     ¿Se puede ser al mismo tiempo de izquierdas y nacionalista? La izquierda siempre ha proclamado su vocación internacional, pero en la práctica, a menudo, ha asumido la causa nacionalista. En nuestro país, la crítica radical a toda autoridad y la desconfianza hacia el Estado condujeron a una parte muy importante de la izquierda a inclinarse por el federalismo; en versiones más extremas, por el cantonalismo, e incluso por posiciones casi comunales. El juego político, basado en la alternancia de partidos burgueses y en el caciquismo, marginaba a los movimientos populares y a la izquierda. No es extraño por tanto que parte de esta –en algunos sitios como Cataluña casi en su totalidad¬- se recluyese en el sindicalismo y en el anarquismo adoptando aptitudes apolíticas, y considerando que cuanto más dividido estuviese el poder político, mejor. Esta desconfianza ante el Estado se vio mantenida e incluso acrecentada durante la dictadura. El Estado era franquista y opresor, opresor no solo de las libertades individuales sino también de las de los pueblos. La lucha, la resistencia, eran en primer lugar frente al poder político, frente al Estado.


Tales recelos pueden tener su razón de ser ante un Estado liberal, y por supuesto ante regímenes dictatoriales, pero carecen de todo sentido cuando se trata de un Estado social y democrático de derecho. A una parte de nuestra izquierda le cuesta comprender que el único contrapeso posible al poder económico y a las desigualdades que derivan del mercado se encuentra en el Estado. Bien es verdad que hoy en día estamos inmersos en un proceso involutivo que pretende retrotraernos al Estado liberal, pero la forma de combatirlo nunca puede estar en propugnar menos Estado, sino en, por el contrario, reclamar más Estado; la manera de superarlo jamás podrá centrarse en un proceso disgregador que trocea el Estado en comportamientos estancos.


El Estado constituye el único ámbito en el que, mejor o peor, se cumple el juego democrático, y en el que resulta posible establecer contrapesos al poder económico. Cuanto más reducido sea dicho ámbito en una época de globalización, más difícil será que cumpla dichas funciones y mitigue las desigualdades del mercado. En la actualidad, se produce un proceso asimétrico con direcciones contrapuestas: mientras se pretende la internacionalización de la economía, se busca que la soberanía política quede confinada en contornos progresivamente más estrechos. En este nuevo marco, el poder político tendrá cada vez más dificultades para poner límites al poder económico, haciendo prácticamente inviable la instrumentación de cualquier política económica de izquierdas. En realidad, esto es lo que está ocurriendo en la Unión Europea.


No existe ninguna contradicción, todo lo contrario, en que la izquierda abrace la causa de las naciones o de los pueblos pobres y oprimidos por la dominación colonial; pero cuando en Estados teóricamente avanzados, como Italia o España, el nacionalismo surge en las regiones ricas, enarbolando la bandera de la insolidaridad frente a las más atrasadas, la izquierda difícilmente puede emparejarse con el nacionalismo sin traicionar sus principios. En este ámbito, izquierda y nacionalismo son conceptos excluyentes. ¿Cómo mantener que la Italia del norte, rica y próspera, es explotada por la del sur, que posee un grado de desarrollo económico bastante menor? ¿Cómo sostener que regiones tales como Extremadura, Andalucía o Castilla-La Mancha oprimen a otras como Cataluña, País Vasco o Navarra? ¿Puede la izquierda dar cobertura al victimismo de los ricos? ¿No resulta contradictorio escuchar a una fuerza que pretende ser progresista quejarse del déficit fiscal de Cataluña?


Hoy, esta contradicción no solo ha hecho presa en la mayoría de las izquierdas de Cataluña y del País Vasco, sino que se ha trasladado de manera edulcorada a los partidos nacionales. Tanto IU como Podemos se han dejado enmarañar en el concepto del derecho a decidir, eufemismo empleado por los nacionalistas catalanes para eludir hablar del derecho de autodeterminación, del que saben perfectamente que no es aplicable a Cataluña, según la extensión que de él hace el ordenamiento jurídico internacional.


El derecho a decidir presenta, además, el atractivo de revestirse de la apariencia de democracia y libertad. Es fácil tachar de antidemócratas a los que se opongan. Se olvidan, no obstante, al igual que lo hacen los defensores del neoliberalismo económico, de la paradoja de la libertad, que viene a recordarnos que la libertad, como ausencia de todo control restrictivo, termina destruyéndose a sí misma y convirtiéndose en la máxima coacción, ya que deja a los poderosos vía libre para esclavizar a los débiles. Sin Estado, sin ley, no hay libertad. Precisamente lo que cada individuo pide al Estado es que proteja su libertad, pero en contrapartida tiene que renunciar a una parte de esa libertad, aquella que se opone a la libertad de los demás. Mi derecho a mover mis puños en la dirección que desee queda constreñido por la posición de la nariz del vecino. Es de la limitación de la libertad de donde emerge la propia libertad. La carencia de leyes limitativas de la libertad hunde a la sociedad en el caos, imponiéndose la ley de la selva, la ley del más fuerte.


Todos tenemos el derecho a decidir. Es más, estamos compelidos, como dirían los existencialistas, a un sinfín de  elecciones, pero también hay otras que nos están vedadas. La naturaleza nos constriñe y nos lo impide desde el primer momento. Nadie puede elegir su nacimiento ni las cualidades físicas e intelectuales de las que estará dotado. El vivir en sociedad es otra fuente de limitación. Mi derecho a decidir está limitado por las leyes, leyes que al mismo tiempo me garantizan precisamente ese mismo derecho en otras muchas áreas. El derecho a decidir, como la libertad, no existe en abstracto, sino enmarcado en una realidad política y en un ordenamiento jurídico.


Cuando Podemos o IU defienden la libertad de decidir de los catalanes no son conscientes de la contradicción en la que están incurriendo. ¿Serían capaces de mantener que un grupo social, el constituido por los ciudadanos de mayores rentas, tiene el derecho, si lo decidiese por mayoría (la mayoría sería aplastante) de excluirse del sistema público de pensiones, de la sanidad y de la educación pública, por ejemplo, con la correspondiente rebaja proporcional en sus impuestos? El supuesto no es tan forzado como pudiera parecer si tenemos en cuenta que las regiones que proponen la autodeterminación son de las más ricas de España. ¿Cuál sería su postura si la Moraleja (una de las urbanizaciones de más altostanding de Madrid) pretendiese (ya lo intentó) independizarse del municipio de Alcobendas (municipio de clase media), creando su propio ayuntamiento? Amparados en el derecho a decidir, ¿estarían a favor, por ejemplo, de convocar un referéndum sobre la pena de muerte?


La independencia de Cataluña no solo afectaría a esta región sino a toda España. El derecho de un grupo de catalanes aunque fuese mayoritario (ahora no lo son) chocaría con el derecho de otros catalanes e incluso con el derecho del resto de españoles. ¿Puede la mitad de Cataluña cambiar sustancialmente las condiciones de vida de la otra mitad, obligándole a separarse de España, a la que se encuentran unidos desde hace muchos siglos? Por otra parte, ¿quiénes son los catalanes?, ¿los que ahora residen en la Comunidad Autónoma aunque hayan llegado ayer o todos los nacidos en Cataluña vivan donde vivan? ¿Por qué pueden votar los catalanes residentes en Costa Rica y no los residentes en Madrid?


Tanto IU como Podemos deberían preguntarse quién es el sujeto de ese derecho a decidir que se invoca. Según la Constitución de 1978 -la que fue votada por una inmensa mayoría de catalanes-, el pueblo español en su conjunto. Pero es que, además, cualquier otra respuesta nos introduce en un laberinto de difícil salida. ¿La Comunidad Autónoma de Cataluña, definida curiosamente de acuerdo con la Constitución del 78, formada por cuatro provincias, con los límites que estableció el ordenamiento jurídico en 1833? ¿Y por qué no todos los países catalanes o el antiguo Reino de Aragón, con lo que seguramente el resultado sería muy distinto? ¿O cada provincia tomada individualmente? ¿Qué ocurriría si la mayoría en Barcelona y Tarragona se pronunciase en contra de la escisión aunque la mayoría de la Comunidad se mostrase a favor?, ¿se independizarían tan solo Lérida y Gerona? ¿Y qué sería de los municipios que se pronunciasen en contra de lo decidido por sus correspondientes provincias?


El derecho a decidir es solo una trampa (y tanto Podemos como IU harían bien en no caer en ella), pergeñada por los partidos nacionalistas detrás de la cual se oculta únicamente la aspiración de una región rica de separarse de las de peor fortuna. Es una trampa parecida a la que crean las clases altas cuando invocan el término libertad aplicándolo a la economía. En cuanto se rasca un poco en el discurso nacionalista, debajo de las palabras democracia, pueblo, libertad, decidir, se encuentra siempre el “España nos roba”. Acabo de leer uno de esos comentarios en prensa en los que los independentistas son tan asiduos; después de no sé cuántos alegatos el autor termina diciendo que los niños extremeños tienen en la escuela ordenadores gratis y los catalanes no. No sé si es cierto o falso, pero en cualquier caso debería preguntarse si tiene algo que ver el 3% y que el presidente de la Generalitat sea el presidente de Comunidad que más gana en España, y el que percibe, por cierto, casi el doble que el presidente del Gobierno.