Regeneración política y democrática
Cuenta la historia que mientras iba camino de la guillotina, a la que había sido condenada por el Gobierno del Terror, Marie-Jeanne Roland de la Platiére, miembro de los girondinos, pronunció una frase que la haría famosa: “¡Oh Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre! Frase que con el tiempo iría haciéndose tanto más veraz y adquiriendo un sentido más amplio, a medida que las clases elevadas iban abrazando la libertad económica, de mercado y de capitales, y las adoptaban como instrumentos idóneos para incrementar la desigualdad y la dominación.
En los momentos actuales cuando todo el mundo se declara demócrata, también la palabra democracia se pervierte y se utiliza a menudo de forma espuria para cualquier fin, desde justificar los más abominables delitos, como los genocidios y los crímenes de guerra, hasta obtener ventajas individuales y partidistas.
Hoy en España, la opinión pública, los medios de comunicación y todas las formaciones políticas reclaman la regeneración política y democrática, pero cuando se proponen medidas para conseguirlas, lo mejor que se puede decir de ellas es que son inocuas o que están equivocadas, cuando no que son interesadas y dictadas por la conveniencia del partido que las formula. Nadie duda de la necesaria regeneración democrática en nuestro país, pero, hay que tener extremo cuidado en que no nos vendan mercancía estropeada y o bien al tirar el agua sucia tiremos también el niño o bien acabemos yendo en dirección contraria y, lejos de acercarnos a una mayor democracia, la reduzcamos o falseemos.
Ante los próximos comicios municipales, el PP está intentando cambiar la ley electoral, de manera que la designación de alcalde recaiga sobre el cabeza de la lista más votada. La propuesta es burda y grosera, puesto que se ve a las claras que bajo la excusa de regenerar la democracia se esconde el interés electoral del partido popular y su miedo a perder un número importante de alcaldías. Esta presunción debe de ser también la que hace el PSOE cuando se opone radicalmente a esta medida, aunque lo cierto es que en otros momentos la llevaba en el programa electoral.
La medida, sin duda, beneficia a los dos partidos mayoritarios y a los nacionalistas, pero precisamente por ello va en el sentido equivocado. Entre los muchos vicios de nuestra democracia, uno -y no el menos importante- consiste en la carencia de proporcionalidad de nuestra ley electoral y el distinto valor del voto en las diferentes circunscripciones. Todo ello conduce y potencia el bipartidismo, solo atemperado por los partidos nacionalistas destinados en múltiples ocasiones a actuar como árbitros, con el nefasto resultado que ya conocemos.
El bipartidismo es una lacra de nuestro sistema político no solo por distorsionar y empobrecer la amplia pluralidad de la sociedad española reduciéndola exclusivamente a dos opciones, sino porque, además, tiene un efecto al que no se suele prestar atención, pero que es de suma importancia: favorece la acumulación del poder de los aparatos en las formaciones políticas y reduce la posibilidad de crítica dentro de ellas. Las oligarquías de los partidos a la hora de reprimir la disidencia cuentan con la dificultad que tienen las minorías de escindirse y constituir una formación nueva, lo que las priva de esa arma disuasoria.
Tal vez alguien diga que los últimos acontecimientos están demostrando que esa posibilidad existe. Pienso que precisamente indican todo lo contrario. Después de treinta años, ha tenido que ocurrir un cataclismo en la economía y que la realidad política alcance un enorme grado de deterioro para que hayan podido empezar a surgir formaciones nuevas. Por otra parte, hay que preguntarse si la situación no es provisional y transitoria. Me temo que, si no se cambian las reglas del juego, el sistema, antes o después, con unos u otros partidos, tenderá al bipartidismo, y téngase en cuenta que es aquí donde reside el peligro, con independencia de las formaciones que lo encarnen. Sean cuales sean, repetirán las mismas conductas miméticamente.
A su vez, el partido socialista no ha querido ser menos y ha presentado sus propuestas de regeneración democrática. Muchas de ellas son banales o incluso contraproducentes. No creo que la paridad en las listas incremente lo más mínimo la democracia. Es más, su implantación obligatoria para todas las formaciones políticas no parece ciertamente muy democrática. Por otra parte, estoy convencido de que muchas mujeres estarán en contra de tal medida, pues, quiérase o no, mientras subsista, siempre quedará la duda de si la nominada llega al cargo por sus méritos o por la cuota. En fin, el tema daría para otro artículo. En cuanto a las elecciones de altos cargos por un comité de expertos, la pregunta surge de inmediato: ¿y quién elige a los expertos?
Entre las medidas propuestas sobresale la de la imposición a todas las formaciones políticas de celebrar primarias. En múltiples ocasiones, la última el 6 de junio pasado en estas páginas, he mostrado mi escepticismo, incluso mi opinión en contra, sobre el método de elección mediante primarias. No solo porque se trate de una importación de sistemas políticos (presidencialistas) distintos del nuestro (parlamentario), lo que crea situaciones absurdas como la de hablar de primarias cuando no hay secundarias, sino principalmente porque potencia el personalismo y el presidencialismo dentro de los partidos, concediendo todo el poder a los órganos unipersonales en contra de los colegiados. Inevitablemente, el líder que sea elegido por todos los militantes se considerará con legitimidad y autoridad suficiente para diseñar los órganos de dirección a su medida y a su conveniencia, incluyendo en ellos únicamente a personas de su entera confianza. Las minorías serán excluidas de estos casi por completo y se hará imposible el pluralismo y cualquier tipo de oposición.
Uno de los vicios más evidentes de nuestras formaciones políticas ha sido el caudillismo, que se ha ido incrementando a lo largo de todos estos años de democracia. Por eso no parece lo más conveniente introducir cambios que acentúen en los órganos de dirección los elementos presidencialistas en detrimento de los colegiados, o que dificulten el juego de las minorías.
Existe una demagogia fácil que pretende presentar la democracia directa como mucho más perfecta que la representativa. No digo yo que esta, tal como se practica actualmente en nuestros países, no tenga múltiples defectos, defectos que sin duda habrá que intentar minimizar y corregir, pero la directa solo ha funcionado correctamente en la antigüedad, cuando el número de ciudadanos era muy reducido y contaban con un ejército de esclavos que les libraba de todos los trabajos cotidianos. La complejidad de nuestras sociedades hace muy difícil su funcionamiento y el asambleísmo o los procesos plebiscitarios o terminan en el caos y en la ineficacia o en el caudillismo.