04-12-2015

Nadie me habló del endeudamiento privado


        Agradezco a Carlos Sánchez su amable invitación a los debates que el diario digital en el que trabaja organiza periódicamente, en colaboración con el Banco Sabadell. El último versaba sobre liberalismo versus intervencionismo. Mi buen amigo me permitirá que le haga una observación y es que, dadas las características de los participantes en el debate, debería haberse titulado “Liberalismo versus liberalismo”, sin que este título contradiga el hecho de que uno de los intervinientes hubiese sido ministro de Industria con Zapatero.


No obstante, a lo largo de la sesión, según resaltó la prensa, el ex ministro hizo una confidencia que considero de gran importancia por ser muy clarificadora de la etiología de la crisis y de la encerrona en la que aún se encuentra la economía española, y me atrevo a decir que la europea. Parece ser que en los momentos críticos Zapatero, lamentándose amargamente, lanzaba a sus colaboradores el siguiente reproche: "No me hablasteis del endeudamiento privado". Y es que efectivamente ahí se encuentra el problema. El fanatismo del neoliberalismo económico en contra del gasto público les indujo a centrarse en anatematizar el déficit y el endeudamiento público, y a olvidarse del endeudamiento privado. En realidad, el peligro no está ni en el público ni en el privado, sino en el endeudamiento exterior, con independencia de que su origen se halle en uno u otro sector.


En aquellas dos tardes con Jordi Sevilla, a Zapatero no le debieron de hablar de la amenaza que constituye para un país tener su economía fuertemente endeudada en el exterior, ni le debieron de enseñar el peligro que representa un fuerte déficit por cuenta corriente en la balanza de pagos. De tal manera que, aun cuando este alcanzaba el 6% del PIB, nivel muy preocupante, ni él ni su vicepresidente económico tuvieron inconveniente alguno en afirmar en 2004 que la herencia económica que recibían del PP era buena. Incluso en 2007, inmediatamente antes de la hecatombe y cuando el desequilibrio exterior alcanzaba ya la terrorífica cifra del 10% del PIB, el Gobierno se mostraba eufórico porque las cuentas públicas arrojaban superávit y el stock de deuda pública solo alcanzaba el 36% del PIB, casi la mitad que Alemania y Francia, y a años luz del de Italia.


En honor de la verdad, la ceguera no fue exclusiva de Zapatero. A Aznar tampoco le debieron de hablar del endeudamiento privado, pues durante sus ocho años de gobierno dicha variable se incrementó sustancialmente sin que hiciese nada para evitarlo, ni se percatase tan siquiera del peligro. Y ¿qué decir de esos señores tan listos y competentes que dirigen los bancos, las empresas y los mercados, tan imprescindibles que gozan de sueldos desorbitados? Tampoco debieron de caer en la cuenta de que el apalancamiento privado es tan peligroso como el público cuando se financia en el extranjero y encima con una moneda que no es la propia o, como en el caso de la Eurozona, cuando, aunque sea la propia, no se controla. Tuvo que estallar la crisis de las hipotecas subprime, con sus graves consecuencias, para que despertasen de su sueño dogmático.


A Felipe González y al resto de mandatarios internacionales que firmaron el Tratado de Maastricht tampoco les habló nadie del peligro del endeudamiento exterior y de cómo este podía provenir también del apalancamiento privado. Tanto en los criterios de convergencia como más tarde en el Pacto de Estabilidad tuvieron en cuenta únicamente el sector público y se olvidaron del privado. Se preocuparon de limitar los desequilibrios en las cuentas públicas, pero se desentendieron  de frenar los déficits y superávits en la balanza de pagos, no obstante encontrarse en este punto el talón de Aquiles que podría poner en cuestión todo el proyecto de Unión Monetaria.


Es más, incluso cuando fracasó el Sistema Monetario Europeo, ensayo de lo que sería más tarde la moneda única, no quisieron aceptar que era en los crecientes desequilibrios entre deudores y acreedores donde se encontraba el auténtico riesgo. A Zapatero, al menos su vicepresidente económico podría haberle advertido del peligro, puesto que había formado parte de un Gobierno que tuvo que devaluar la peseta cuatro veces (la última estando él mismo de ministro de Economía y Hacienda) para restaurar el equilibrio, y que por lo tanto debería haber sido consciente de las trágicas consecuencias que entonces se hubiesen seguido para la economía española de no haber podido depreciar la moneda, lo que acabaría siendo un hecho inexorable en la Unión Monetaria.


Nadie habló del endeudamiento privado, ni nadie antes ni después de firmar Maastricht repasó los escritos de Keynes y sus planteamientos en las negociaciones de Bretton Woods, poniendo el acento en el desequilibrio de las balanzas de pagos y en la necesidad de que los ajustes tuviesen que recaer por igual en los países acreedores y en los deudores. Y eso que entonces no se trataba de constituir una unión monetaria, sino tan solo un sistema de cambios fijos y, por lo tanto, ajustable en momentos de necesidad y sin que los países estuviesen sometidos a un régimen de libre circulación de capitales.


Ni en Maastricht ni en los acuerdos posteriores tuvo nadie la precaución de plantear que la variable a controlar debía ser el saldo por cuenta corriente en la balanza de pagos y que los países con superávits deberían someterse a ajustes al igual que los deficitarios, solo que en sentido contrario. Tan solo ahora, cuando la Eurozona se ve en una trampa de la que no termina de salir, se comienzan a escuchar voces en esa dirección. Hace unos días, la Comisión, en su Informe sobre el crecimiento 2016, avisaba de los enormes desequilibrios que existen entre los diecinueve países que componen la Eurozona y que reflejan las divergencias entre los países acreedores y los deudores.


La Comisión advierte de la amenaza que representa para la Eurozona (y yo diría que también para la economía mundial en su conjunto) una Alemania que camina hacia un superávit por cuenta de renta del 10% del PIB (cifra totalmente exorbitante) y que se niega a practicar la menor corrección. En cuanto a España, señala que, lejos de lo que el Gobierno se empeña en convencernos, los problemas subsisten. El endeudamiento exterior apenas se ha reducido un ápice. La única diferencia es que en una gran parte el endeudamiento privado se ha convertido en público, lo que de cara al futuro origina una vulnerabilidad grande de las finanzas públicas y nos sitúa, al no contar con moneda propia, en manos del BCE. No obstante, el endeudamiento privado continúa siendo elevado como se manifiesta en fenómenos como los de Abengoa o en que nuestros bancos sean los penúltimos en capitalización, detrás de Portugal (en términos de capital fully loaded, el que se exigirá a partir de 2019), según las cifras publicadas recientemente por la Autoridad Bancaria Europea.


Las cifras que arroja la economía española en el tercer trimestre señalan cómo el sector exterior vuelve a flaquear, a pesar del colosal ajuste al que se ha sometido a la población con el objetivo de ganar competitividad. Volvemos a crecer a crédito, con una demanda interna que en buena medida se orienta en forma de importaciones a crear empleo en Alemania, y que será insostenible a corto plazo.


Privado o público, el caso es que ningún país puede endeudarse indefinidamente frente al exterior y que cuando el endeudamiento llega a un cierto nivel, si es en la moneda propia, cabe la corrección mediante la inflación y la depreciación monetaria pero si es en una divisa ajena, la única manera de romper la tela de araña es reestructurando la deuda, es decir, practicando una quita (en definitiva, lo que hacen las empresas mediante el concurso de acreedores). En ambos casos el resultado para los prestamistas es el mismo.