La competencia, las eléctricas y el abuso de los consumidores
La ciencia moderna nos ha hecho ver que toda teoría vale lo que valen los principios sobre los que se asienta y cuando la realidad demuestra su falsedad y que no se cumplen las hipótesis de partida, la teoría ha de replantearse de nuevo en otros términos. Esto tiene que ser así en todas las ciencias, en todas, menos por lo visto en la Teología y en la Economía. Dejando aparte la Teología, diremos que en Economía la teoría vale lo que valen los intereses a los que sirve.
Cada día los hechos descubren que el discurso económico imperante está basado sobre premisas falsas, pero los economistas, los hombres de negocios, los empresarios, los políticos, los periodistas, continúan razonando y sacando conclusiones como si las premisas fuesen verdaderas. Toda la teoría económica del capitalismo (ahora “economía de mercado”, que queda más fino) se sustenta en la libre competencia. Sin embargo, resulta que nada menos libre que la competencia, y en cualquier momento y ámbito la realidad se empeña en demostrarnos que esta no existe. No obstante, se sigue argumentando y actuando como si existiese.
En esta especie de “diálogo para besugos” se llega a caer en las contradicciones más elementales y no se tiene ningún empacho en ir manifiestamente en contra del sentido común. Resulta difícil olvidar que un hombre tan ilustrado y, a juzgar por los cargos con los que le ha obsequiado el sector privado, tan preparado como don Josep Piqué en su época de ministro de Industria anunció a bombo y platillo que se eliminaban los precios máximos de los carburantes, lo que, según decía, representaba un enorme beneficio para el consumidor ya que los precios se reducirían; y se quedó tan fresco. Ante tal aseveración es difícil no caer en el estupor, porque la eliminación del tope máximo en los precios lo único que puede originar es que se incrementen; en el mejor de los casos, que permanezcan sin variación, pero nunca que desciendan. En fin, por otra parte, está a la vista cuál ha sido el resultado de la liberalización de los precios de los carburantes.
La última tomadura de pelo se ha producido con las tarifas eléctricas. El Gobierno -este y el anterior- no saben cómo meter mano al problema sin que la situación sea extremadamente escandalosa. Las compañías eléctricas engordan los beneficios, su valor en bolsa se duplica y triplica, como en el caso de Endesa, pero, al mismo tiempo, las facturas al consumidor se incrementan año tras año o semestre tras semestre, y encima hablan de déficit de tarifa. Las empresas eléctricas, que forman claramente un oligopolio, manipulan con total descaro el precio que llaman “de mercado” o se ponen de acuerdo para presentar ofertas fijas disparatadas que ningún consumidor puede aceptar, excepto si le engañan, claro está. Como ha observado una asociación de consumidores, son un insulto al ciudadano.
Los consumidores están sometidos a toda clase de abusos y atropellos sin defensa posible, pero por eso están llenos los consejos de administración de las compañías de ex ministros o de altos dignatarios de los partidos gubernamentales. Ciertamente que esto no es privativo de las compañías eléctricas. Ni en cuanto al agravio de los consumidores ni en cuanto a la puerta giratoria. Ocurre también con las empresas suministradoras de gas, con las de telefonía, con los bancos, con las constructoras, con las de transporte; en fin, en general, con todas aquellas que prestan sus servicios en mercados cautivos y en régimen de oligopolio.
La teoría económica clásica mantenía como uno de sus principios fundamentales "la supremacía del consumidor". Este era considerado el rey del mercado y todos los otros agentes se debían plegar a sus designios. Hoy, tal afirmación suena a ironía y a escarnio. El consumidor será, sin duda alguna, el agente más explotado. No solo es que se le maneja y manipula para que demande aquello que interesa al capital, sino que se siente inerme y desamparado ante las grandes empresas, perdido en una jungla que no entiende, todo confabula para impedir que cualquier tipo de reclamación prospere.
Para el consumidor las empresas son entidades fantasmas que no existen, si no es a través de una línea de teléfono llena de trampas. Su interlocutor, situado la mayoría de las veces a muchos kilómetros de distancia, es posible que en otro país, allí donde la mano de obra sea más barata, carecerá del mínimo conocimiento necesario para poder solucionar la incidencia. Su único objetivo: desanimar al osado, que será remitido de un departamento a otro y cada vez, con el pretexto de la ley de protección de datos, obligado a repetir una multitud de ellos, sin que por eso su problema se acabe solucionando. Es más, si tiene suficiente valor para repetir la osadía al cabo de una semana comprobará que no existe ni rastro de su renuncia ni puede demostrar que la presentó, porque todo sucedió por teléfono, único mecanismo que le cabe al consumidor en el caso de que quiera ponerse en contacto con la empresa suministradora. La compañía, sin embargo, sí contará con documentación para aportar en un pleito en el caso de que le interese, puesto que habrá grabado las correspondientes conversaciones telefónicas.
Con esta estructura empresarial, la devaluación interna incrementa considerablemente la desigualdad a la hora de imputar los costes. Estos sectores con mercados cautivos se encontrarán totalmente blindados a la bajada de precios, haciendo tanto más oneroso el ajuste de los sectores exportadores y más cuantiosos los recortes presupuestarios y la reducción salarial.