La economía
española en el laberinto
Existe
una concepción mágica de la economía, se equiparan los hechos económicos a los
acontecimientos atmosféricos y se les considera fuera del control de las
decisiones de los humanos. Los gobiernos suelen apuntarse los éxitos, pero
hablan de las crisis como si nada tuvieran que ver en
ellas. Bien es verdad que no siempre los ciclos políticos coinciden con los
ciclos económicos; en múltiples ocasiones, son gobiernos distintos los que
instrumentan las políticas y los que cosechan los resultados, positivos o
negativos.
La
crisis económica que sufre España, aun cuando ha coincidido con la
internacional, hunde sus raíces muchos años atrás y quizá lo único sorprendente
es que tardase tanto en llegar y que pillase a tantos por sorpresa. Aun a
riesgo de ser tachado de vanidoso, no me resisto a citar el artículo que
escribí en el diario El Mundo el 23 de abril de 2004, en el que me atrevía a
prevenir al Gobierno recién formado de Rodríguez Zapatero (acababa de ganar las
elecciones) del riesgo que corría de que se le culpabilizase de la crisis
cuando ésta sobreviniese. En aquel momento toda España aceptaba, incluyendo el
propio partido socialista, la buena herencia que en materia económica dejaba el
PP. Tal actitud era peligrosísima para el PSOE. El hecho de que no supiese
entonces poner el contrapunto a una visión tan optimista, denunciando los
desequilibrios que presentaba ya la economía española tenía forzosamente que
acarrearle pasar más tarde por único responsable de la crisis cuando hiciese su
aparición.
Y
efectivamente así fue, ya que el nuevo gobierno no sólo no denunció los fallos
existentes en el modelo seguido, sino que incluso asumió la misma política
económica que hasta ese momento había realizado el PP, de modo que en la
actualidad aparece ante la opinión pública como el único culpable de las
dificultades económicas, mientras que el PP se permite comparar la dramática
situación presente con su etapa de bonanza. Sin embargo, aquellos polvos
trajeron estos lodos, y el origen de la crisis hay que buscarlo más atrás, al
menos en el ingreso de nuestra economía en
Tradicionalmente,
la economía española ha presentado tasas de inflación más altas que las de
nuestros competidores, de manera que el sector exterior ha estrangulado a
menudo nuestro crecimiento. La situación tan sólo se recompondría a base de
devaluar nuestra moneda. El ejemplo más reciente se encuentra en los primeros
años noventa cuando el Gobierno del PSOE se empeñó en mantener la peseta a un
tipo de cambio claramente irreal, la misma cotización con el marco que en 1987;
sin embargo, los precios en España habían crecido un 22 por ciento más que en
Alemania, lo que implicaba una enorme pérdida de competitividad para nuestra
economía que se tradujo de forma inmediata en el déficit por cuenta corriente.
Los llamados mercados fueron conscientes de ello y forzaron cuatro
devaluaciones, con lo que el tipo de cambio nominal se alineó con el efectivo y
la economía pudo reactivarse adentrándose en una etapa de expansión.
Esta
experiencia habría sido suficiente para abandonar definitivamente la idea de la
incorporación a
El
mantenimiento continuo de estos cuantiosos desequilibrios en la balanza de
pagos (en 2004 era ya del 6 por ciento) forzosamente tenía que tener una contrapartida,
un elevado endeudamiento exterior en su totalidad privado, ya que el stock de
deuda pública incluso se redujo debido a una política fiscal orientada a la
estabilidad presupuestaria y a las privatizaciones. Por el contrario, el
endeudamiento de las familias que en 1997 representaba el 34,8 por ciento del
PIB, ascendía ya en 2004 al 64,4 por ciento y en el 2007 al 83,4 por ciento.
La
pertenencia al euro permitió a los bancos españoles acudir a los mercados
internacionales a solicitar créditos a bajo coste y sin el consecuente riesgo
del seguro de cambio. Constituía un buen negocio. Sólo se precisaba incentivar
como fuera la demanda interna de crédito. Ante la pasividad del Banco de
España, convencieron a los clientes de que la adquisición de viviendas entraba
dentro de sus posibilidades. Emplearon para ello dos instrumentos: conceder los
préstamos a tipo de interés variable –con lo que trasladaban el riesgo a los prestatarios– y alargar enormemente el periodo de
amortización, de manera que en un momento de reducidos tipos de interés y en el
que el empleo se presuponía seguro la anualidad parecía asequible. No obstante,
se ocultaba al cliente que la cuota estaba formada casi en su totalidad por
intereses y que fácilmente se podía duplicar en cuanto subieran los tipos.
Las
entidades financieras hicieron algo más, prestar sin demasiadas garantías a
constructores y promotores en la creencia de que el valor del suelo y de los
pisos iba a continuar subiendo indefinidamente.
El
endeudamiento se vio favorecido también por el incremento de
La
política fiscal practicada coadyuvó a incrementar aún más
El
crecimiento de los años anteriores a la crisis se asentó en cimientos erróneos.
Por una parte, en el sector de la construcción y en la burbuja inmobiliaria y,
por otra parte, en el consumo; ahora bien, consumo basado no en incrementos
salariales sino en el endeudamiento de las familias. Se puede decir que durante
todos esos años se estuvo creciendo a crédito, de manera que tal crecimiento
había de tener no sólo un límite, sino que tenía que precipitar, antes o
después, a la economía en
Los
bancos comenzaron a tener dificultades para refinanciarse en el exterior, lo
que se tradujo en el interior en fuertes restricciones de crédito, cierre de
empresas y en un aumento acelerado del desempleo, hecho este último que tiene
poco de extraño dada la gran proporción de contratos temporales existentes. A
su vez, el incremento del paro deprime aun más el consumo y la economía,
acrecienta el número de insolvencias de las familias, que se unen a las de las
empresas, especialmente promotores y constructoras, con lo que las dificultades
de las entidades financieras se incrementan y con ello las restricciones de
crédito… y la espiral continúa. Se produce además un factor añadido, la crisis
ha hundido la recaudación impositiva y ha incrementado las prestaciones por
desempleo con el ulterior aumento del déficit público.
En
condiciones normales, la salida de la crisis pasaría por la devaluación de la
divisa pero ésta es imposible debido a la moneda única. La pertenencia a
En
segundo lugar, la pertenencia a
En
tercer lugar, podría pensarse que la pertenencia a
La
situación de la economía española es bastante delicada. Es verdad que en
parecidas condiciones o incluso peores se encuentran algunos otros países
europeos, aunque ello no puede representar ningún consuelo. Es cierto también
que ni Alemania ni el Banco Central Europeo se lo están poniendo fácil, pero
aun cuando éstos tuvieran un comportamiento diferente no es seguro que las
dificultades de la economía española desapareciesen. Sin devaluación, tan sólo
podría salir de la trampa en que se encuentra con un cambio de modelo
productivo que aumentase la competitividad frente al exterior, pero ello es
fácil decirlo y muy difícil implementarlo, por lo menos a corto plazo y sin
voluntad de acometer las reformas que se precisan, muy distintas de las
adoptadas.
El
quid de la cuestión no se encuentra en el abaratamiento del despido ni en
flexibilizar aún más el mercado de trabajo ni en la reforma de las pensiones ni
en recortes indiscriminados del gasto público. Tan sólo empeorarán
La
economía española en