Ocaso de la sanidad pública

La Unión Monetaria y las políticas fiscales aplicadas tanto por los gobiernos del PP como por los del PSOE han formado una enorme tenaza que está desarticulando poco a poco todos los elementos que configuran el Estado social. Conviene recordar ahora las paparruchas que se dijeron acerca de cómo las bajadas de impuestos no reducían sino que incluso aumentaban la recaudación, pura basura publicitaria para justificar los beneficios fiscales obtenidos por las rentas más elevadas. Era evidente, como así ha ocurrido, que los ingresos se resentirían en cuanto la burbuja especulativa desapareciese.

 

La reacción, por parte tanto de los gobiernos de Zapatero como por el de Rajoy, no ha consistido -tal como sería lógico pensar- en una reforma fiscal que devolviese la capacidad recaudatoria al sistema tributario, sino en ir laminando progresivamente las prestaciones sociales y los servicios públicos. En esta ofensiva, la sanidad se encuentra en primera línea.  Es atacada desde dos frentes. El primero, reduciendo las prestaciones públicas o instaurando el copago en muchas de ellas. El segundo, privatizando la gestión, con lo que se precariza la asistencia sanitaria, al tiempo que se ofrece un suculento bocado a las empresas privadas.

 

Se aduce como justificación de dicha agresión la tendencia creciente que experimenta esta partida presupuestaria, y las dificultades que puede presentar en el futuro su financiación. Es un hecho incuestionable que en los últimos treinta años el gasto en sanidad ha crecido notablemente en todos los países desarrollados. Pero ello es algo lógico. La sanidad es lo que se llama en Economía un bien superior. Su consumo aumenta con la renta más que proporcionalmente, por lo que parece coherente que en los distintos países, a medida que se incrementa el PIB, se dedique una mayor proporción de este a gastos de salud.

 

Entre la disparidad de bienes que componen el consumo no parece que sean los gastos de sanidad los que haya que limitar y, por lo tanto, no debe preocuparnos que incrementen su participación en el PIB. Los gastos sanitarios son generadores de economías externas. Aun desde una óptica estrictamente económica, contribuyen al crecimiento de la productividad a través del perfeccionamiento del capital humano.

 

Se ha extendido el mito de que el gasto en sanidad no es sostenible, lo que constituye un claro sofisma porque, de una u de otra forma, las sociedades tendrán que detraer del PIB una parte cada vez mayor destinada a cubrir este tipo de necesidades. La única diferencia radica en saber si la provisión va a ser privada o pública, es decir, si se va a financiar mediante impuestos o a través del precio total o parcialmente. En el segundo supuesto la cobertura no será la adecuada, excluyendo a muchos ciudadanos de su consumo. El hecho de que la sanidad sea privada en ningún caso implica que la proporción del PIB destinada a ella tenga que ser menor.

 

En modo alguno está demostrado que, a igualdad de calidad en las prestaciones, la gestión privada haya sido en la práctica más eficaz que la pública. El ejemplo más evidente es el de Estados Unidos, donde hasta ahora toda la gestión de la sanidad ha sido privada (incluso el 40% financiado por el presupuesto) y el gasto sanitario por habitante es tres veces superior al de nuestro país, a pesar de que una parte importante de la población no disfruta de la cobertura necesaria (el 16,5 % carece por completo de protección y el 56 % dispone de ella con cobertura limitada).

 

Cuando los defensores de la gestión privada realizan comparaciones olvidan casi siempre que en los mercados sanitarios público-privados se producen inevitables transferencias de recursos del sector público al privado, ya que este se dedica a las prestaciones rentables mientras que el sector público se ve en la obligación de especializarse en las más costosas y de asegurar la cobertura territorial.

 

Pero es que, además, se tambalea su fundamentación teórica: la competencia. En la asistencia sanitaria, el mercado, lejos de introducir elementos positivos, genera únicamente distorsiones y toda clase de ineficacias. La concurrencia está viciada desde el inicio por la radical inferioridad en la que se encuentra el paciente frente al médico o a la sociedad encargada de prestar el servicio, aunque únicamente sea por las dificultades lógicas del conocimiento de la materia y, por lo tanto, de la escasa información de la que dispondrá el enfermo y que le incapacitará en gran medida para poder elegir de manera fundada.

 

En pocos servicios como en la sanidad será tan imprescindible la existencia de una relación de confianza, relación que tiene todas las posibilidades de quebrarse en cuanto entra en juego la rentabilidad económica. En la mayoría de las prestaciones, no es el enfermo el que determina la demanda sino los facultativos y, en el caso de que estos tengan intereses monetarios, el paciente no estará nunca seguro de si las prescripciones obedecen a motivos objetivos o exclusivamente a razones crematísticas. Ello conduce como es lógico, a un aumento de la conflictividad y de los procesos contenciosos. Los litigios en los tribunales serán frecuentes, con el consiguiente incremento del gasto en justicia. Desde luego, la solución no será fácil. O bien el enfermo se encontrará totalmente inerme ante las posibles prácticas fraudulentas de los facultativos y de los servicios sanitarios, o bien, por el contrario, si los tribunales actúan protegiendo a los pacientes, los médicos estarán sometidos a un alto riesgo y se verán obligados a suscribir gravosos seguros que terminarán traduciéndose en un mayor coste de las prestaciones sanitarias.

      

Por otro lado, al ser pública la financiación, el Estado tendrá que mantener mecanismos de control sobre los organismos y servicios privados para garantizar la calidad y el coste, tanto o más complejos y onerosos que los que debe mantener sobre los servicios públicos.

 

La postura de algunos gobernantes, como la del actual presidente de la Comunidad de Madrid, resulta totalmente ridícula e inexplicable cuando pretende justificar la privatización de la gestión de la sanidad con el argumento de que la administración privada es más eficiente que la pública. Se desacreditan a sí mismos, ya que confiesan abiertamente su inutilidad como responsables de la administración pública. Ellos, en todo caso, serían los culpables de su mal funcionamiento. Si reconocen que no lo saben hacer, deberían dimitir y dejar su puesto a otros.