¿Crisis
o recesión?
El pesimismo no crea empleo, afirmó, de forma solemne, el otro día el
presidente del Gobierno, seguro de haber engendrado un pensamiento de notable
profundidad. Cabría contestarle que el optimismo y el voluntarismo pueden
conducir a los mayores desastres. No hay peor ciego que el que no quiere ver, y
ciertamente Zapatero se ha empeñado en convencer a toda la sociedad de que no
hay crisis económica o, mejor dicho, que basta con “querer” para que la crisis
se esfume.
En realidad, este comportamiento viene siendo en él una constante.
Algo parecido ocurrió con el Estatuto catalán; se imaginó que el Parlamento de
Cataluña iba a aprobarlo en los términos que él consideraba adecuados. Nada de
esto sucedió, y ha tenido que asumir un texto que va a hacer inmanejable el
proceso autonómico. ¿Y qué decir de la negociación con ETA? Estaba seguro de
que él solo sería capaz de convencer a la banda terrorista y encauzarla por el
camino de la verdad.
Ahora, se ha negado desde el principio a reconocer la existencia de la
crisis económica y –como nunca tuvo las dos tardes que Jordi Sevilla reclamaba–
se ha enrocado en la idea de que técnicamente no estamos en una crisis
económica, por eso de que aún no tenemos tasas negativas de crecimiento. Aparte
de que resulta una estupidez enredarse en cuestiones de nomenclatura, creo que
el presidente del Gobierno ha confundido crisis con recesión. En todo caso, la
condición de dos trimestres de crecimiento negativo es aplicable, y solo por un
planteamiento convencional de Estados Unidos, a la recesión económica, no a la
crisis. La palabra crisis, tal como la define nuestro Diccionario de la lengua,
se predica de toda mutación considerable o importante en algo y, aplicándolo a
la economía, al cambio del ciclo económico.
No parece que existan demasiadas dudas acerca de que el ciclo
económico se ha modificado entrando en una fase descendente, es más, era de
esperar. Lo único extraño es que no se haya producido antes. Llegaremos o no a
la recesión –todo apunta que quizá más pronto de lo que creemos–, pero que nos
enfrentamos a una crisis económica es tan evidente que resulta difícil no
tachar de iluminado al que lo niegue. Crisis, sí y gorda; recesión, en el
futuro con bastante probabilidad.
Las palabras, en sí mismas, son importantes únicamente por lo que
descubren u ocultan. En este caso, la negativa a aceptar el término crisis es
tan solo un signo del ensueño en que se desarrolló toda la comparecencia
parlamentaria del presidente del Gobierno. Voluntarismo, por una parte, y
triunfalismo, por otra. Para Zapatero, la crisis, esa que no existe, es
importada. Su etiología hay que buscarla en factores exógenos, hipotecas subprime, precio del petróleo y de las materias primas...
Además, sigue repitiendo que la economía española afronta estas dificultades en
óptimas condiciones –jamás conocidas, llegó a afirmar.
Nadie puede negar que esta crisis se extiende
mucho más allá de los reducidos límites de nuestra economía. En estos tiempos,
las economías están integradas, y los ciclos y, por lo tanto, las épocas de
auge y de depresión también lo están; pero no todos los países se comportan del
mismo modo. También es cierto que en el origen de la crisis han concurrido
elementos externos, aunque en el caso español estos factores son el detonante
de un proceso que venía incubándose mucho antes. Nuestro milagro económico
llevaba en su interior una bomba de relojería.
A lo largo de más de doce años hemos venido creciendo a tasas elevadas
y superiores a las de nuestros vecinos, pero no es oro todo lo que reluce.
Nuestro crecimiento era a crédito, basado en el consumo privado y en la
inversión en vivienda y en ambos casos respaldado por un fuerte endeudamiento
de las familias y de algunas empresas, que se traducía en un incremento de la
posición deudora frente al exterior. En los últimos años, el déficit por cuenta
corriente ha alcanzado el 10 por ciento del PIB. Este sí que es un dato jamás
conocido. La situación carece por completo de estabilidad. No solo es que no
pueda continuar en el futuro, sino que el consumo excesivo de los años
anteriores, financiado con endeudamiento, va a ser pagado con menor consumo
actual y, por consiguiente, con menor crecimiento, es posible que incluso
negativo.
A este escenario, es cierto, han venido a sumarse factores adicionales
y foráneos que afectan a la totalidad de los países, pero no de la misma forma.
Todos se ven implicados en la crisis de los mercados financieros, sin embargo,
el problema se hace más crítico si cada año, como en nuestro caso, hay que
salir a financiar en el exterior una deuda adicional del 10 por ciento del PIB.
Todos los países sufren el encarecimiento del petróleo y de las materias
primas, y en consecuencia el dogmatismo del Banco Central Europeo, pero la
elevación de los tipos de interés tiene sin duda peores consecuencias cuando el
grado de endeudamiento es tan fuerte como en España.
Dejemos por tanto de repetir que la economía española se encuentra en
mejores condiciones que las de los otros países para afrontar la crisis. Todo
lo contrario. Nuestra economía, desde la entrada en el euro, parte de un
desajuste esencial: las mayores tasas de inflación que presenta con respecto a
las economías de su entorno, con la correspondiente pérdida de competitividad.
Este comportamiento no es nuevo, pero antes de la Unión Monetaria el equilibrio
se podía recuperar cada cierto tiempo mediante devaluaciones que dejaban de
nuevo las cosas en su sitio. Ahora resulta imposible y el ajuste tiene que
hacerse en el sector real, en el crecimiento y en el empleo. ¿Dónde se situaría
en términos relativos la renta per cápita de la que se vanagloriaba el
presidente del Gobierno de haber devaluado (si hubiésemos podido) hasta cubrir
la brecha de nuestros sector exterior? ¿Cuánto tendrá que deprimirse la
economía para retornar, sin devaluar, a cifras razonables de déficit por cuenta
corriente?
No, el panorama no es precisamente halagüeño para España. Ciertamente
el pesimismo no crea empleo, pero el optimismo ingenuo puede conducirnos al
abismo.