De
Aguirre a la eurozona
Unas son las intenciones verdaderas y otras muy distintas las razones
que públicamente se expresan. Muy pocos están dispuestos a manifestar la
finalidad última de las medidas que se proponen. Sean cuales sean, siempre se
escudan y se disfrazan de altruismo, siempre presentan un objetivo benefactor.
Jamás, aparentemente, hay intenciones bastardas e intereses inconfesables. Todo
es liberalismo. Todo se dirige al bien de la mayoría.
El Tribunal Constitucional ha suspendido la aplicación de la norma de
la Comunidad de Madrid que impedía a los guardas forestales entrar sin mandato
judicial en las fincas privadas a efectos de comprobar si se cumple o no la
legislación medioambiental. De ningún modo la presidenta de la Comunidad
confesará que la medida pretendía dar patente de corso a unos pocos
privilegiados que se reparten para cotos de caza el 70% de la provincia. Según
ella, la finalidad era conceder mayores garantías jurídicas.
En la misma línea, Madrid se ha puesto a la cabeza de todas las
Comunidades Autónomas en cuanto a la liberación de horarios comerciales. La
medida, según sus promotores, tiene como finalidad conceder mayor libertad,
favorecer al consumidor e intensificar la concurrencia. Hasta la Comisión
Nacional de la Competencia (CNC) se pronuncia en este último sentido. Al estar
los comercios abiertos más horas, la concurrencia será mayor.
La patronal de la alimentación se queja de que la CNC no es independiente
y de que depende del poder político. Ciertamente del poder político debía
depender, pero ¾si atendemos a sus dictámenes― parece depender más bien
del poder económico. Solo en un intento de beneficiar a las grandes superficies
se puede defender que la libertad de horarios promueve la competencia. Es puro
espejismo considerar que ésta se incrementa porque las tiendas (solo algunas,
las grandes superficies) permanezcan abiertas más horas. A medio plazo, el
efecto será el contrario: la destrucción del pequeño comercio y por lo tanto la
concentración de todo el sector de la distribución en muy pocas manos, con lo
que la manipulación del mercado será sin duda mucho más fácil.
Falacia parecida se esconde tras la afirmación de las grandes empresas
de que la nueva norma creará empleo. El escaso incremento de mano de obra
precaria que al principio se pueda contratar por el aumento de horario, quedará
más que compensado por la destrucción de puestos de trabajo que se producirá
según se vayan liquidando los establecimientos de tamaño más reducido.
La argumentación de que la medida se adopta para favorecer a los
consumidores y darles facilidades tampoco convence. Habría que preguntarse
porqué nadie se preocupa de los horarios de otros muchos servicios y que
facilitarían tanto o más la vida de los consumidores. Qué ocurre con las
entidades financieras, con los notarios, con los registradores de la propiedad,
con todas las oficinas administrativas que prestan servicios al público
―comenzando por las de la Comunidad de Madrid―, con los talleres de
reparación de vehículos y un largo etcétera. En todos estos casos, no hay
establecimientos modestos que destruir y, por lo tanto, no hay ninguna urgencia
en ampliar el horario.
La verdadera razón de la medida se encuentra en la contienda existente
entre las multinacionales y el pequeño comercio para apoderarse de mayores
cuotas de mercado. Los horarios comerciales constituyen una buena arma que las
primeras pretenden emplear para desplazar y acabar con el segundo. Cuando esto
ocurra, quizás interesará poco abrir los domingos y los días festivos.
Los que también se autoproclamaron altruistas y benefactores fueron
los ministros de Finanzas de la zona euro que, reunidos en Bulgaria junto con
Trichet, presidente del Banco Central Europeo, y Almunia, comisario de Asuntos
Económicos, se mostraron seriamente preocupados por los trabajadores, por las
clases más bajas. Es por eso por lo que proponen moderación salarial. Juncker, primer ministro de Luxemburgo y presidente de
turno del eurogrupo, se expresaba de este tenor: “Los
multimillonarios pueden afrontar la inflación sin problemas, las dificultades
son para los que tienen poco poder adquisitivo”, y con ánimo de ser más
convincente continuó: “Ni a mí ni a Almunia ni a Trichet nos preocupa la subida
de los tomates porque la podemos pagar”.
Llegaron a calificar la batalla contra la inflación de una nueva forma
de lucha social, y afirmaron tajantemente que les preocupaba la subida de los
precios porque perjudicaba a los pobres. Claro que lo sorprendente es el
remedio que prescribieron. La receta fue unánime, moderación salarial, es
decir, que sean los trabajadores los que asuman el coste. Ahí termina toda su
preocupación por los menesterosos. Lo lógico sería que hubiesen pedido a los empresarios
que no subiesen los precios.
No es la inflación la que daña a las clases más bajas, sino que los
salarios no compensen la subida de los precios. En realidad hay, sí, una lucha
social entre precios y salarios. Detrás de los precios están las empresas,
detrás de los salarios los trabajadores. Se trata de ver cómo se reparte la
tarta, qué porción va al excedente empresarial y cuál a la retribución de los
trabajadores. La pretensión de que los salarios no suban es, simple y
llanamente, pedir la derrota de los trabajadores.
La creencia de que si no aumentan los salarios tampoco lo harán los
precios es una ingenuidad o una desvergüenza. No hay ninguna razón para pensar
que si un empresario puede cobrar más no lo haga; si los salarios son más bajos
mejor para él, mayor será su beneficio. En todo caso, el proceso es el inverso,
cuando han subido los precios, los trabajadores intentan, y no siempre lo
consiguen, compensarlo con aumentos salariales.
Nuestro país es un buen ejemplo de lo que decimos, los salarios han
estado moderados en extremo hasta el punto de no apropiarse en ninguna cuantía
de ese espectacular crecimiento económico, incluso en muchos casos han perdido
poder adquisitivo y, sin embargo, nos encontramos a la cabeza de Europa en tasa
de inflación.