Burbuja
inmobiliaria
Sólo los ignorantes identifican valor con precio. El
valor es algo intrínseco al objeto; el precio, algo exterior conferido por el
mercado, por el juego de la oferta y la demanda. Hace años se daba por sabido,
nadie ponía en duda, que el mercado no asigna bien los recursos y que en muchos
casos, por tanto, tampoco fija correctamente el precio. Hoy, en un ejercicio de
amnesia volvemos a colocar al mercado como instancia máxima, capaz de decir la
última palabra en economía. La realidad, sin embargo, nos despierta a menudo de
ese ensueño.
Primero fue la bolsa. Era evidente que el precio de
las acciones no presentaba ninguna correlación con el valor real de las empresas,
de las que se dicen que son una alícuota parte del capital. Por más que algunos
se empeñaban en asegurar que las cotizaciones eran correctas, los hechos se
impusieron, la burbuja especulativa se pinchó, al menos en parte, y los precios
de los valores retornaron en gran medida a niveles lógicos.
Ahora es la
vivienda de la que se afirma que está sobrevalorada y se advierte sobre la
posible existencia de una burbuja inmobiliaria que en cualquier momento puede
estallar. Pero el mercado de la vivienda es muy distinto del de los valores.
Este último obedece exclusivamente a una clave inversora; el primero, por el
contrario, tiene un carácter híbrido: por una parte sí puede servir como forma
de materializar el ahorro, pero por otra, la más sustancial, está determinado
por la necesidad de contar con un bien de primera
necesidad. Necesidad que se corresponde con un derecho constitucional, porque
la carta Magna en su artículo 47 establece que todos los españoles tienen
derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada, y para que este derecho
no quede en un canto al sol se encomienda a los poderes públicos que promuevan
las condiciones necesarias y establezcan las normas pertinentes para regular el
suelo de manera que se evite la especulación.
Resulta
bastante curioso, por no decir indignante, que lo que preocupe al Banco de
España y a los poderes públicos sea la explosión de la burbuja y sin embargo no
hayan sentido la menor inquietud ante el hecho de que el precio de la vivienda
se sitúe en niveles que resultan inalcanzables a una parte muy importante de la
población. Es ahora, cuando los efectos pueden llegar a las entidades
financieras, cuando se da la voz de alarma. La adquisición de la mayoría de las
viviendas se ha realizado mediante apalancamiento por créditos hipotecarios con
intereses variables y a plazos dilatados. Las entidades financieras han
trasladado el riesgo a los clientes, pero no se libran de él por completo pues
en el caso de una subida fuerte del tipo de interés, el nivel de insolventes podría
elevarse considerablemente.
Ante el
desproporcionado precio de la vivienda, el pensamiento único responde siempre
con la misma fórmula: liberalicemos el suelo. Pero cuantas más leyes se
aprueban para liberalizarlo, mayor es la especulación y mayores los precios. No
se necesita precisamente más mercado, sino menos. Lo que se precisa es de más
intervención estatal a efectos de erradicar la especulación, tal como exige el
texto constitucional. No hay carestía de suelo, sino acumulación en
determinadas manos que lo mantienen sin construir, esperando simplemente la
subida de los precios. En Madrid, por ejemplo, donde los precios son
disparatados, existe suelo calificado para construir 600.000 viviendas.
Escándalos
como los de Madrid o Marbella son bien indicativos de los innumerables
intereses que se mueven alrededor de la vivienda. Es evidente que el simple
acto de recalificación del suelo, pasando de su carácter de rústico a urbano
genera importantes plusvalías. El problema no se encuentra tanto en que éstas
se destinen a nutrir las arcas de los ayuntamientos, lo que por otra parte está
reconocido e incluso prescrito en la Constitución, sino en que vaya a engrosar
los bolsillos privados, bien sean los de los promotores o los de los políticos
que hacen determinados favores.
La
especulación inmobiliaria sería fácil de evitar si todos los partidos políticos
se pusiesen de acuerdo. Bastaría con actuar con la vivienda al igual que se
hace con las obras publicas. Expropiar los terrenos rústicos que vayan a ser
recalificados a urbanos, para a continuación sacar a pública subasta el suelo
edificable, con condiciones concretas y tasadas, bien sea mediante el
compromiso de edificar vivienda social bien con la obligación de edificar
vivienda libre en un número concreto de años. De esta manera, los dueños de los
terrenos rústicos obtendrían su justiprecio por el bien que poseen pero sin
beneficiarse de ninguna plusvalía añadida, plusvalía que no les corresponde al
depender simplemente de una decisión administrativa. Así también se erradicaría
en buena medida la corrupción, y el valor del suelo se reduciría
sustancialmente al evitarse el acaparamiento y la reserva de terrenos sin
edificar con finalidad especulativa.
Ciertamente que siempre se
producirá una elevación del precio en el suelo y en los edificios más céntricos
según se vayan construyendo otros en la periferia, pero eso es algo sustancial
al sector, lo que los economistas han llamado renta de situación, nada tiene que ver con la especulación y la
corrupción que hoy en día afectan a este mercado.