La seudodemocracia americana
Cuando se publique este artículo, con toda
probabilidad se conocerá ya quien será el nuevo presidente de Estados Unidos,
Gore o Bush. Como se ha repetido hasta la saciedad ¿qué más da? Indiferencia
que no es exclusiva de estas elecciones - por el parecido que pueda existir en
este caso entre los dos candidatos- sino que es una constante de la democracia
americana, a la que más bien habría que llamar seudodemocracia.
Seudodemocracia e indiferencia que
se traduce en que la participación escasamente alcanza el 50%. Es decir, más
del cincuenta por ciento de los americanos no votan. Unos porque no pueden
hacerlo al haber sido condenados por algún delito, casi todos ellos, por
supuesto, pobres, negros o chicanos; pero otros, la gran mayoría, porque de
forma más o menos consciente, se resisten a participar en una charolada.
Intuyen que las discrepancias en los programas entre los dos candidatos son de
tono menor y que aún se distinguirán menos sus acciones de gobierno, hayan sido
los que hayan sido sus programas.
Difícilmente puede ser de otra manera cuando
el éxito electoral está basado en los anuncios de televisión y en los recursos
económicos con que cada candidato cuenta para financiarlos. El aspecto más
estratégico y crucial de cualquier campaña es la recaudación de fondos: según
el The Washington Post, el coste total
de las campañas para la Casa Blanca y el Congreso ha alcanzado este año la
cifra de 3.000 millones de dólares (más de medio billón de pesetas).
Es de imaginar que cantidades tan fabulosas
no se obtienen dólar a dólar sino que el grueso se encuentra en las
sustanciosas aportaciones proporcionadas por las grandes corporaciones o
magnates, que no las realizan lógicamente de forma graciosa, sino que, antes o
después, exigen ser compensados de distintas maneras: concesiones, promulgación
de leyes que les beneficien, etc. He aquí una de las razones por las que el
presidente en activo siempre cuenta con un plus para ser reelegido.
Menos mal que los mandatos se encuentran limitados a dos, de lo contrario
habría quien se perpetuase en el cargo.
Ningún candidato que aspire seriamente a la
presidencia puede deslizarse un ápice más allá de lo que los poderes económicos
y grandes lobbies consideran esencial, so pena
de ser marginados y borrados del espectro político. No es por casualidad que en
Estados Unidos hayan desaparecido del ámbito electoral todos los partidos de
izquierdas.
Pero también la política internacional
queda, en gran medida, determinada y unificada. En primer lugar, por los
intereses de las grandes corporaciones que han contribuido a la campaña y, en
segundo lugar, por aquellos lobbies étnicos o
nacionales que cuentan con importantes recursos económicos. Todo candidato está
obligado a defender los intereses israelitas en el oriente próximo y cerrar los
ojos ante los crímenes de estado y la violación de derechos humanos cometidos
contra los palestinos. La razón no estriba tanto en el voto judío, que apenas
asciende a un 5%, como en las sustanciosas aportaciones económicas que estos
realizan. Y algo similar ocurre con cuba y con Fidel Castro.
Estados Unidos se ha convertido en el
paradigma del mundo. Su seudodemocracia es la foto
agrandada de la nuestra. Muchos de sus defectos los reconocemos ya, quizás más
disimulados, o en germen, en los sistemas políticos europeos. Pero sobre todo
es la meta a la que algunos intentan que nos dirijamos y a la que, sin duda,
nos dirigiremos si no ponemos remedio.