Con
la nariz tapada
Con la nariz tapada, dicen que han ido a
votar muchos franceses el pasado fin de semana. Frente al peligro de que Le Pen
pudiera hacerse con la Presidencia de la República han tenido que apoyar en las
urnas a un candidato de quien en el ámbito ideológico discrepan radicalmente y
a quien jamás hubieran pensado tener que votar.
La situación creada en Francia ha sido sin
duda kafkiana, pero precisamente por su carácter extremo ha expresado de forma
diáfana las contradicciones implícitas en eso que llamamos democracias. Quizás
sea esta consideración la que, antes que cualquier otra, arrojan las elecciones
presidenciales en el país vecino.
Tras la segunda vuelta, los medios de
comunicación han echado las campanas al vuelo. Había pasado el peligro. Había
ganado la democracia. Resulta difícil considerar triunfo de la democracia unas
elecciones en las que la mitad de los franceses declaraban ir con la nariz
tapada a votar a quien no deseaba que les gobernase, con la única finalidad de
librarse del fascismo. ¿Se puede llamar a eso democracia?
Y es que, a menudo, a lo largo de la
historia, se ha confundido democracia con liberalismo. Pero una cosa es
defender la libertad frente a la tiranía del antiguo régimen –o frente a una
dictadura– y otra muy distinta permitir que el poder resida verdaderamente en
el pueblo.
En su lucha frente al antiguo régimen, a la
burguesía no le quedó otra alternativa que aliarse con las clases bajas, aunque
siempre con el temor a ser desbordada por ellas y que los cambios fuesen más
allá de lo conveniente para sus intereses. Esa nueva clase emergente, aunque
revolucionaria frente al despotismo de la monarquía absoluta, actuó como factor
conservador de cara a las reivindicaciones de la mayoría social y de las masas
populares.
El liberalismo se ha ido orientando cada vez
más en la dirección de garantizar un ámbito intocable de autonomía y libertad, –autonomía
y libertad basada esencialmente en la propiedad–, un santuario de privacidad; y
el problema de la democracia o participación de los ciudadanos en los asuntos
públicos ha ocupado un puesto secundario.
Tanto Constant
como Tocqueville contemplaron con preocupación el sufragio universal, y la posibilidad
de que las masas populares desprotegidas y sin posesiones, al ser mayoría,
utilizasen los mecanismos democráticos en contra de las minorías privilegiadas,
poniendo en cuestión las propiedades y el statu quo de la burguesía. En
realidad, sufrieron frente al sufragio universal el mismo espejismo que Marx y
Engels, con la única diferencia de que mientras aquellos lo temían, éstos lo
anhelaban.
El paso del tiempo se ha encargado de
demostrar a unos y a otros que el fenómeno no era tan claro, sino más bien que
se iba a producir el fenómeno contrario. El peligro que acechaba a la
democracia no consistía tanto en que la gran masa de los desprotegidos, al ser
mayoría, estableciese una tiranía violando los derechos de las minorías, sino
que estas minorías con dominio absoluto sobre el poder económico acabarían
controlando la cultura, los canales de información y manipulando la opinión
pública, de manera que el voto estuviera sesgado y las consultas electorales
distorsionadas.
Este proceso se ha hecho más tangible a
partir de la mitad de los años setenta con el ascenso ideológico del
neoliberalismo económico, imponiendo progresivamente su hegemonía. La
dependencia de las formaciones políticas de aquellos que les financian, y el
control por el poder económico de los medios de comunicación de masas,
emitiendo un único discurso, obligan a los partidos que quieran sobrevivir a
adaptarse a lo "políticamente correcto".
En realidad, en casi todos los países, con
más o menos matices, se han fijado sistemas electorales que contradicen o
desfiguran la proporcionalidad. Se potencia el voto útil con lo que el espectro
político queda reducido, en la práctica, a dos únicos partidos con programas
bastante similares. Los partidos socialistas han asumido el ideario conservador.
Sólo alguno de sus miembros, y cuando están en la oposición, se permiten
ciertas veleidades, pero éstas desaparecen tan pronto alcanzan el poder.
Los ciudadanos se ven obligados a elegir
entre dos opciones parecidas, pero es que además ese similar discurso se
presenta lleno de mentiras, predicando la resignación y negándose a dar
soluciones. Se nos "vende" que vivimos en el mejor de los mundos
posibles, que lo de la globalización y la Unión Monetaria constituyen la
panacea; pero a continuación se afirma que ya no son posibles los derechos
laborales de antes, que los trabajos han de ser temporales, el despido a
voluntad del empresario y más barato, y los salarios más reducidos. Exigencias
de la globalización. Del mismo modo, se nos dice que es imprescindible acabar
con la progresividad en la fiscalidad, y que el capital y los empresarios no
deben tributar. Exigencias de la globalización y de la Unión Europea. Se nos
reitera también, que ha de desaparecer la seguridad en el empleo y la que nos
proporciona los sistemas de previsión social. Con la globalización no son
viables.
¿Tan raro es que ante tal perspectiva los
ciudadanos se abstengan de votar o lo hagan a opciones que se apartan de este
discurso? El 21 de abril, más de la mitad de los franceses dieron su apoyo a
formaciones políticas que, por la derecha o por la izquierda, tenían posiciones
críticas contra el actual proyecto de Unión Europea.
Después del pasado domingo, muchos afirman
que en Francia se ha salvado la democracia. Es posible que se haya salvado un
cierto ámbito de libertades. Cosa distinta es la democracia. Ya que los
franceses han tenido que votar "con la nariz tapada", no metamos el
resto de los europeos la cabeza debajo del ala.