Gratuidad universal

Las prestaciones y servicios sanitarios deberán ser gratuitos para todo el mundo. El vicepresidente económico, con habilidad, ha puesto sobre la mesa una cuestión: parece injusto que un parado sin ingresos tenga que afrontar el 40 % del precio de las medicinas y sin embargo un pensionista con rentas elevadas, no. Nada que objetar. Pero la equidad no tiene por qué restablecerse haciendo pagar al jubilado, sino haciendo que no pague ninguno de los dos.

En materia de prestaciones sociales, soy partidario de la universalidad. La capacidad económica debe ser un elemento fundamental a tener en cuenta a la hora de establecer la estructura fiscal, de ahí la ventaja de los impuestos directos sobre los indirectos; pero apreciarla cuando se trata de prestaciones o servicios sociales complica excesivamente las cosas. Por lo pronto, se produce lo que se denomina error de salto, que cualquier fiscalista conoce muy bien y evita o debería evitar en el diseño de todo impuesto, pero que resulta imposible de eludir cuando lo que se considera es una prestación social. Fijada una cantidad a partir de la cual el servicio deja de ser gratuito, puede haber un colectivo importante que por poseer rentas ligeramente superiores al límite quede excluido de la prestación y que hubiera salido mejor parado de haber ganado algo menos. Por otra parte, controlar en cada prestación o servicio la capacidad económica de los usuarios es una misión imposible, que desemboca casi siempre en una referencia al IRPF, recargando el control de este impuesto de forma inapropiada e incrementando los estímulos para el fraude.

Los defensores del copago sanitario argumentan que pretenden evitar el consumo abusivo. A menudo se presenta una imagen de la sociedad distorsionada, ávida de consumir productos y servicios sanitarios. Parece que todo el mundo está deseoso de ingerir medicamentos, de que le operen de apendicitis o de que le hagan una radiografía. No dudo que pueda haber hipocondríacos con una inclinación desmesurada a las consultas médicas, pero, como ocurre con todas las excepciones, hablamos de un número reducido a los que, por otra parte, en la mayoría de los casos el copago no desanimará en sus pretensiones. No obstante, tal vez sí excluya a aquellos pacientes que, necesitando realmente el servicio o producto, les resulte prohibitivo o muy gravoso dada su capacidad económica. Se olvida, además, que no es el enfermo el que determina en la mayoría de las ocasiones la demanda, sino el facultativo, por lo que en este sector el precio apenas juega como elemento racionalizador.

La verdadera finalidad del copago, que se intuye pero que no se explicita claramente, es la de conseguir los fondos que no se obtienen o no se quieren obtener mediante impuestos. No hay recursos suficientes, se afirma. No se comprende por qué faltan precisamente para la sanidad y no para otras aplicaciones. El gasto sanitario en nuestro país no es elevado en absoluto; en porcentaje del PIB es inferior a la media europea, y en EEUU se gasta por habitante cuatro veces lo que en España, a pesar de la deficiente cobertura que padece una buena parte de su población. Según estimaciones realizadas por el propio Ministerio de Hacienda, el coste de las dos reformas del IRPF realizadas por el Gobierno del PP se eleva a 1,3 billones de pesetas anuales. Será por recursos... Caras les van a salir a la mayoría de los contribuyentes las rebajas fiscales si su contrapartida va a ser pagar parte del coste de los servicios y prestaciones sanitarios.

La sanidad ha pertenecido desde siempre a la Seguridad Social. Los jubilados actuales han cotizado durante toda su vida para, entre otras prestaciones, disponer de una sanidad gratuita. Ahora, cuando más necesitan de los servicios médicos, se les dice que deben abonar parte de sus costes. Una estafa.