Elecciones
en Gran Bretaña
Como de puntillas, la mayoría de los medios de
comunicación españoles han pasado por las elecciones municipales y autonómicas,
que el pasado jueves se celebraron en Gran Bretaña. Como de puntillas, no sea
que la sociedad española copie de la británica y castigue también duramente en
las urnas la participación en la masacre de Irak.
Tony Blair
se ha llevado un fuerte varapalo electoral. Los malos resultados conseguidos
por el laborismo han superado todas las expectativas. Por el contrario, los
liberales demócratas, gracias a su postura contraria a la guerra, han
conseguido el sueño de igualar en votos al laborismo.
La lectura
más inmediata que se puede hacer de los comicios es que la sociedad británica
ha querido pasar factura electoral a Tony Blair por la invasión de Irak; y algo
de esto debe de haber, aun cuando en ese caso se entienda mal que los ganadores
hayan sido los conservadores, que apoyaron decididamente la contienda.
Cabe, no
obstante, una segunda lectura, más en profundidad y que no es incompatible ni
se opone a la primera. Es posible, desde luego, que votantes habituales del
laborismo, tales como los árabes, contrarios a la guerra frente a Irak, hayan
traspasado su voto al partido liberal, pero no creo que esto lo explique todo.
Han de considerarse otros aspectos internos y el descontento existente en
materia económica y social. Supongo que muchos votantes laboristas apenas
encontrarán diferencia entre la política practicada por Tony Blair y la de los
conservadores. Al final se les presenta una única escapatoria: la abstención.
Y la
abstención ha sido sin duda el dato más sobresaliente de estas elecciones y el
que más puede hacernos reflexionar. Tan sólo el 37% de los británicos se han
acercado a votar. Algo muy grave afecta al sistema cuando la mayoría de los
ciudadanos se aparta de las urnas. Hoy en día, todo el mundo se tiene por
demócrata e intenta dar lecciones de democracia; es más, pretendemos imponerla
a otros países por la fuerza. Pero nuestros sistemas políticos dejan mucho que
desear, y la palabra democracia se emplea con bastante ligereza.
La
participación en las elecciones de Estados Unidos nunca supera el 50%, y es
difícil defender que el poder radica en el pueblo cuando los resultados
dependen del dinero de que dispongan los distintos candidatos y formaciones
políticas. La actuación de los gobiernos está hipotecada de antemano, antes de
obtener el triunfo, por las donaciones que han recibido de las grandes fortunas
y de las empresas. Estas aportaciones nunca son desinteresadas y, antes o
después, pasan factura a los gobiernos, que ven de este modo condicionada su
política.
Hace seis
meses el Congreso de Estados Unidos aprobó una ley que al menos limitaba este
lastre del sistema político americano, con la finalidad de que en las
elecciones de 2004 no volvieran a repetirse los horrores de comicios
anteriores. La ley ha estado poco tiempo en vigor. Los tribunales acaban de
suspenderla con el pretexto de que las donaciones a los partidos son una
manifestación de la libertad de expresión que no puede ser limitada. Una vez
más, un liberalismo exacerbado, libertad para algunos pocos, cercena la
democracia.
El Gobierno
del PP ha apoyado la guerra de Irak con la opinión en contra del 90% de los
españoles, y de las fuerzas políticas que sumaban en conjunto más votos que los
que tiene el partido del Gobierno. ¿Se puede hablar de democracia? Es posible
que el Ejecutivo no se haya salido de las reglas del juego, pero lo que habrá
que plantearse entonces es hasta qué punto esas reglas son democráticas.
En la
mayoría de los países autodenominados democráticos, los ciudadanos contemplan,
por una parte, que los gobiernos actúan en materia económica y social en contra
de sus intereses, beneficiando fundamentalmente a las rentas altas y a las
empresas; y, por otra, se ven incapaces de modificar con su voto esa situación.
Voten al que voten, la política va a ser la misma. Cuanto más se alardea desde
el poder de democracia, más alejado se siente el ciudadano del sistema político
y más impotente para modificar nada por vía electoral. Las cartas están echadas.
El descrédito del sistema cada vez
es mayor, como lo manifiesta la cuantiosa abstención y que el voto de los que
votan no sea, en la mayoría de los casos, entusiasta, sino resignado ante el
mal menor. No nos equivoquemos, en la misma medida en que en opinión de los
ciudadanos se deslegitime el sistema, crecerá el peligro de crispación y
violencia y ésta emergerá de una forma o de otra, por grande que sea el énfasis
que pongamos en condenarla.