Del Betis manque pierda

“Del Betis manque pierda” se solía decir a efectos de ejemplarizar aquellas posturas caracterizadas por la adhesión incondicional a un equipo. Tal como ha evolucionado el fútbol y dada la proliferación de ultras, la aseveración anterior se podría aplicar hoy a cualquier club. Lo peor es que tal fenómeno no ha quedado recluido tras los muros del deporte, ha saltado a otros muchos ámbitos de nuestra existencia, en particular y con mucha fuerza al de la política.

En la actualidad, el sectarismo se ha instalado de manera generalizada en el juego político. Se profesa una fidelidad absoluta a un partido “manque se equivoque”. Sectarismo no es similar a dogmatismo. El dogmatismo es el fanatismo de las ideas. En el sectarismo las ideas apenas interesan; la adhesión incondicional se dirige hacia el grupo sea cual sea el programa que en ese momento defienda. El discurso puede cambiar, ¿qué más da? Lo estático y lo permanente son las siglas, la etiqueta.

El individuo se identifica con la colectividad, bien sea partido político, iglesia, raza o pueblo, que a su vez se encarna en el líder, en el caudillo. El individuo supera a menudo su mediocridad sintiéndose parte de un todo; es importante porque el universal al que pertenece lo es. La defensa del colectivo, y de su jefe constituye el valor esencial, todo lo justifica y a ello debe sacrificarse, con razón o sin razón, todo lo demás. El extranjero, el foráneo, el ajeno al grupo, es en principio sospechoso.

A lo largo de la Historia el espíritu de tribu se ha manifestado de múltiples maneras, quizás la principal y con efectos más trágicos ha sido la del nacionalismo, tanto más sectario cuanto más pequeño fuese su ámbito de extensión. El nazismo encarnó, sin duda, su mayor depravación. Otras muchas formas de nacionalismo, aun cuando no hayan llegado a ese nivel de perversión, participan en alguna medida de su patología, de su irracionalidad. Se carece de ideología. Su lugar es ocupado por un juego muy simple de tópicos y consignas: pueblo, raza, soberanía, los otros, etcétera.

El nacionalismo es propenso al victimismo y a marcar la diferencia. La colectividad, el pueblo, la patria, constituyen un buen escudo tras el que protegerse de cualquier crítica o censura. Pujol transformó su imputación en la quiebra de Banca Catalana en una ofensiva contra Cataluña y su autonomía. El PNV ha convertido lo que era una actuación más o menos afortunada del Tribunal Superior del País Vasco contra un ciudadano individual -aunque fuese lehendakari- en un ataque a todos los vascos y a sus instituciones. Parece que la justicia no fuera una institución vasca.

Es muy posible que, en este caso, el tribunal no estuviese muy acertado; pero, de ser así, la justicia tiene mecanismos para corregir el error. En una democracia ningún ciudadano aunque sea lehendakari o presidente del Gobierno puede tomarse la justicia por su mano o interpretar las leyes a su antojo. En una democracia todos los ciudadanos son iguales ante la ley. Bien es verdad que esto es lo que precisamente el nacionalismo no entiende. Para el nacionalismo, el líder, el caudillo, está al margen de la ley. El jefe se relaciona directamente y sin intermediación con la masa. A eso se debía de referir Ibarretxe cuando aludía como instancia suprema al contrato social que según él había firmado con el pueblo vasco. Lo cierto es que no existe tal contrato, y el mismo cargo de lehendakari que ostenta es mediático, se lo debe a un sistema formal de leyes y reglas y a una Constitución que crea la autonomía vasca. Solo dentro de ese sistema jurídico y sometido a las limitaciones que impone tiene sentido su cargo.

En nuestro país el espíritu de secta, de tribu, de ningún modo queda restringido al nacionalismo. Se da también un patriotismo de partido. Las personas se adhieren con frecuencia a una formación política de manera absoluta, e irracional, renunciando de antemano a cualquier disquisición o pensamiento propio. Nosotros somos los buenos y ellos los malos. Nosotros siempre tenemos razón y ellos nunca, y si alguna vez nos hemos equivocado, no importa, adoptemos la fórmula que en nuestro Siglo de Oro consagró el Conde Lozano, el de las mocedades del Cid: “…pero si la acierta mal, defenderla y no enmendarla”. Muchos militantes del PSOE, a la entrada de los condenados por el Gal en la prisión de Guadalajara, al igual que hicieron el otro día los del PNV, la defendieron y no enmendaron. Y qué otra cosa hizo el PP con la guerra de Irak sino defenderla y no enmendarla.

No es, desde luego, una cuestión de ideas, sino de clanes. Sobre el trasfondo de un pensamiento único e ideológicamente semejante luchan a dentelladas los miembros de los distintos partidos, sin concesión ninguna al enemigo. Patriotismo de partido. Y los medios de comunicación, uniformados también en el pensamiento único, se alinean con una o con otra cuadrilla y aun cuando todos se llaman independientes ninguno lo es. La fidelidad es al clan, al partido, al grupo, no a las ideas. Y se cambia de programa y de discurso al unísono que lo hace el partido. Es curioso ver cómo una misma persona puede defender lo contrario que defendió ayer por la única razón de que la consigna del clan se modificó. Un notable miembro del PSOE hace ya mucho tiempo que sostenía que “socialismo es lo que hacen los socialistas”, es decir, lo que defiende el partido en cada momento. Es el partido el que legitima las ideas y no al revés. Y es que, en el fondo y por encima de todo, se mantiene una regla: Extra ecclesia non est salus.