Argentina,
Uruguay y Brasil
Paul O’Neill, secretario del Tesoro
norteamericano, ha declarado que su país no apoyará con ayuda financiera a
Argentina, Brasil y Uruguay si ese dinero termina en depósitos en Suiza. Parece
ser que hacía referencia a Carlos Menem y a las cuentas recién descubiertas que
éste tenía en Suiza. Es el mismo Carlos Menem que gozaba de todos los
beneplácitos, tanto de los gobiernos españoles como estadounidenses; el mismo
Menem que, mostrándose discípulo aplicado del neoliberalismo económico,
patrocinó y dio cobijo en su país a la dolarización, entonces aplaudida por el
Fondo Monetario Internacional (FMI) y ahora repudiada; el mismo Menem que
expolió al pueblo argentino con las privatizaciones, entregando las grandes
empresas públicas a sociedades españolas o norteamericanas.
Las palabras del secretario del Tesoro
norteamericano no han sentado nada bien en el hemisferio sur. Resulta bastante
comprensible. Y no es que la corrupción esté ausente en los países
latinoamericanos; pero el que esté libre de pecado que tire la primera piedra,
y la ristra de escándalos que ha salpicado en los últimos meses la economía
estadounidense con claras implicaciones políticas indica que los países
desarrollados no pueden colocarse ninguna medalla en este asunto. Por otra
parte, la corrupción, como la guerra, siempre es cosa de dos. Si políticos
argentinos, uruguayos o brasileños han podido venderse es porque sociedades
americanas o europeas han estado dispuestas a comprarlos.
Y ya lo de Suiza es nombrar el árbol en casa
del ahorcado. Los paraísos fiscales existen porque Estados Unidos y Europa lo
permiten, coartada para que la presión fiscal sobre las empresas y el capital
se reduzca al mínimo. Los paraísos fiscales y la libre circulación de
capitales, al margen de corrupciones, constituyen el cáncer del Tercer Mundo.
La anarquía de los actuales mercados financieros crea graves problemas a las
economías desarrolladas, pero sitúa a los países de la periferia en una encrucijada
de imposible salida. No hay divisa que pueda sostenerse cuando los mercados
financieros apuestan, muchas veces sin motivo y de forma caprichosa, en su
contra. El tipo de cambio será insostenible y al final el país se verá forzado
a dejar flotar su moneda, produciéndose devaluaciones exageradas que generan
hiperinflación y colocan a la economía al borde del caos.
Algunos países del Tercer Mundo,
especialmente los de América Latina, en un intento de eludir esta situación,
han apostado por la dolarización o mecanismos similares: renunciar a su moneda
y, por lo tanto, a toda política monetaria autónoma, aceptando como propia la
divisa de los Estados Unidos. El remedio ha sido casi siempre peor que la
enfermedad. Ni que decir tiene que las condiciones económicas de estos países
poco tienen que ver con las de la primera potencia mundial. Practicar idéntica
política les lleva al suicidio económico. Antes o después, si no quieren
convertir su economía en un erial, se verán obligados a dar marcha atrás.
Camino, desde luego, lleno de obstáculos y de dificultades, pero el único
posible y al que se ha visto abocada Argentina.
Casi todos estos países -Argentina, Uruguay,
Brasil- han cumplido escrupulosamente los axiomas de la llamada ortodoxia,
concretados en las prescripciones del FMI, medidas que acarrean para la mayoría
de los ciudadanos sacrificios enormes y que condenan a la pobreza a buena parte
de la población. Pero el ser alumnos aventajados del neoliberalismo económico
de nada les ha servido. Rota la confianza, resulta casi imposible
reconstruirla. A menudo nos olvidamos de que el dinero que utilizamos en todos
los países, también en los desarrollados, recibe el nombre de fiduciario; se
acepta en tanto en cuanto estamos seguros de que, a su vez, también a nosotros
nos lo aceptarán. Es esa confianza la que permite funcionar a los bancos. Si
todos los clientes pretendiesen retirar al mismo tiempo sus fondos de las
entidades financieras, éstas quebrarían, por importante que fuese el banco y
por desarrollado el país al que perteneciese. Nos olvidamos también de que la
libre circulación de capitales se ha introducido recientemente en casi todos
los países (España en 1989), y que muchos de ellos, por ejemplo España,
difícilmente se habrían desarrollado si se les hubiese obligado a prescindir de
medidas de control de cambio que evitasen la evasión de capitales.
La crisis argentina, absurdamente prolongada
por la postura reticente del FMI, está contagiando a Uruguay y a Brasil y lleva
camino de extenderse a toda América Latina. El FMI y el gobierno americano que
lo controla tienen una ingente responsabilidad. Se rigen mucho más por
principios políticos que económicos. Exigen a los países necesitados de ayuda
condiciones que no pueden cumplir, o que de cumplirlas les sumirían aún más en
el pozo. Están más preocupados por los intereses del capital y de la inversión
extranjera que por la suerte de estos países. Sus actuaciones constituyen
claras injerencias políticas, anulando la soberanía de los Estados y cualquier
brote incipiente de democracia. ¿Dónde queda ésta, por ejemplo en Brasil,
cuando el capital, las empresas extranjeras y el FMI interfieren en el proceso
electoral amenazando con la debacle económica si ganan los candidatos de
izquierdas?