El
franquismo y el síndrome de Natascha
Con el título “El síndrome de Natascha”, el diario El Mundo publicaba el pasado 29 de
agosto una editorial dedicada a la joven austriaca secuestrada durante ocho
años. “Es evidente, afirmaba el editorialista, que Natascha
sufre el síndrome de Estocolmo. Estima que la muerte de su secuestrador no era
necesaria y no siente odio ni rencor hacia él. Lo más duro que dice de Wolfgang
Priklopil es que la mimaba al mismo tiempo que la
pisoteaba, pero no ocultó que estaba de luto por su muerte, ya que lo
consideraba parte de su vida. Así mismo, la joven..... ha
interiorizado el valor supremo en el que ha sido educada: la sumisión”.
Si en lugar de Natascha
hablásemos de la sociedad española y sustituyésemos el nombre de Priklopil por el del franquismo, el anterior texto serviría
para desmontar las muchas falacias vertidas hace dos o tres domingos por el
director de ese mismo periódico bajo el epígrafe “El franquismo fuimos todos”.
Vienen a la memoria algunos antiguos eslóganes publicitarios, como aquel de:
“Hacienda somos todos”, y al que el ingenio popular añadía: “unos más y otros
menos”; o aquel otro de: “Cuando el monte se quema algo suyo se quema”,...
señor conde. Pues bien, el franquismo fuimos todos, aunque unos más y otros
menos. Unos fueron los opresores y otros los oprimidos. Tendría gracia que
ahora se pretendiese hacer a todo el mundo igual de responsable tan sólo por
haber soportado la dictadura durante cuarenta años.
El director de El
Mundo –en su prédica dominical y como un eslabón más en la campaña emprendida
por ese periódico para difuminar las culpas del franquismo– extiende la
responsabilidad a toda la sociedad española, bajo el argumento de que el
dictador se murió en la cama y que la casi totalidad de los españoles poco o
nada hicieron para terminar con el régimen. Pero eso es lo mismo que si se
pretendiese culpabilizar a Natascha de su propio
secuestro por el hecho de que, durante estos ocho años, no haya intentado con
más ahínco su fuga, o por haber terminado generando cierto mecanismo de
identificación con el agresor. Nadie diría que Priklopil
es menos culpable porque Natascha haya llorado su
muerte o afirmado que no merecía morir.
El síndrome de
Estocolmo no afecta únicamente a las personas, también a las sociedades, y
éstas –lo mismo que Natascha– pueden terminar
generando el espíritu de sumisión. Son de sobra conocidos los mecanismos
psicológicos que se desarrollan en toda dictadura. Eric From
supo explicarlos profusamente en el caso de una de las más crueles, la del
nazismo. Las dictaduras, si bien suelen iniciarse por un acto de fuerza y
utilizan la violencia y el terror como principal instrumento, precisan también
de la complicidad de una parte de la sociedad que se beneficia de ellas, y del
miedo y la sumisión de otros, (la gran mayoría) que incluso pueden terminar, si el régimen autocrático dura mucho
tiempo, por acostumbrarse a él e introyectar algunos
de sus valores, diríamos más bien antivalores. Al común de ciudadanos
difícilmente se les puede exigir conductas heroicas, pero por ello tampoco se
les puede hacer responsables de la tiranía, al menos con el mismo grado de
culpa que el tirano o sus cómplices.
El franquismo fuimos
todos, sí, pero unos más y otros menos; unos fueron los ganadores y otros los
vencidos; unos los “caballeros mutilados” y otros los “jodíos cojos”; unos se forraron
con el nuevo régimen y a los otros se les despojó de todo –a algunos incluso de
la vida y del triste derecho a ser enterrados dignamente– y se les negó
cualquier oportunidad. Con el tiempo, es cierto, surgió la mayoría silenciosa,
en buena medida compuesta por los hijos de unos y de otros, los nacidos después
de la contienda, y que no conocían otro sistema político más que el del
franquismo. Es hasta posible que en parte de esa mayoría silenciosa surgiese el
síndrome de Estocolmo, pero nada de ello resta un ápice de culpabilidad a aquel
régimen, del mismo modo que los sentimientos de Natascha,
considerando a Priklopil parte de su propia vida, no
hacen menos odioso el crimen del electricista.
Tal como indica el
editorial al principio citado, son muchas las secuelas que los ocho años de
cautiverio han tenido por fuerza que dejar en Natascha
y que ésta ha de superar. No menores son las que un sistema político como el
franquismo dejó en la sociedad española, y cabe preguntarse si se ha librado de
ellos o aún subsisten en cierta medida. La forma especial en que se produjo la
transición haciendo borrón y cuenta nueva y extendiendo sobre la etapa anterior
un tupido velo, ha hecho del franquismo una de las pocas dictaduras en las que
no se han exigido responsabilidades a sus protagonistas, pero por lo mismo
tampoco se ha juzgado y condenado al régimen político. Esa ambigüedad y
permisividad en el enjuiciamiento público puede hacer que el síndrome de
Estocolmo haya pervivido y aún perviva en una parte de la sociedad, tanto más
si el jefe del Estado continúa siendo aquél que designó el anterior dictador.
Después de treinta
años, sería desde luego absurdo que se pretendiesen exigir responsabilidades
personales. Nadie lo ha planteado y por lo mismo está injustificado el reproche
de que se abren viejas heridas y fracturas en
No se trata de
investigar, ni a estas alturas importa demasiado, dónde estábamos cada uno en
aquellos años, entre otras cosas porque nos llevaríamos muchas sorpresas, y
porque la realidad es lo suficientemente voluble. Incluso se puede olvidar dónde
se encontraba el actual jefe del Estado. Lo que importa es dónde nos situamos
ahora y qué valores defendemos. Y aquí comienza lo preocupante. Hay demasiada
gente dispuesta a defender la anterior dictadura o al menos cubrirla con un
manto de ambigüedad y ambivalencia, señal de que está más cerca de ella de lo
que cabría esperar.
Una manera sin duda
artera de exculparla es extendiendo la culpabilidad a toda la sociedad
española, al igual que resulta también artero ese discurso del claroscuro,
indicando que el franquismo tuvo cosas buenas y cosas malas. Tal análisis
carece de todo sentido, como de sentido carecería que pretendiésemos atenuar la
responsabilidad de Priklopil con el argumento de que
a veces mimaba a Natascha o le compraba juguetes; lo
cierto es que la mantuvo cautiva durante ocho años, hurtándole toda su
adolescencia y dejándole lacras difíciles de superar. El franquismo estaba
invalidado desde sus fundamentos, y determinadas políticas buenas o malas no
aminoran un ápice su intrínseca maldad, la de obligar a un pueblo a vivir en
cautividad, robándole cuarenta años de su historia y marcando a esa sociedad
con vicios y deformaciones que no está claro que hayan desaparecido todavía.
No se trata de
juzgar quién era o quién no era entonces franquista, lo importante es saber
quién lo es en