El futuro de la UE

La semana pasada se inauguró la Convención destinada a elaborar un nuevo tratado; ni que decir tiene que el acontecimiento se celebró con la euforia y el triunfalismo que viene siendo habitual en todo el proceso europeo, triunfalismo que tiene por objeto el que no se deslice la menor duda sobre la bondad del proyecto.

Y, sin embargo, las posturas triunfalistas y todo el voluntarismo político no consiguen ocultar el desconcierto e incluso cierto pesimismo que se va apoderando de los mandatarios europeos. Comienzan a entender aquello de la copla: "Ni contigo ni sin tí tienen mis males remedio". Europa se encuentra en una encrucijada de difícil salida y solución. La situación actual es radicalmente inestable, e imposible de mantener a largo plazo.

Es posible que el recordatorio de unos cuantos datos, conocidos pero quizás olvidados, sea la forma más clara de expresar lo que pretendo afirmar. En 1970, un marco valía 19 pesetas; en 1999, en el momento de constituir la Unión Monetaria, equivalía a 83 pesetas. Más del cuádruplo. La evolución resulta aún más acusada en el caso de Portugal y de Grecia: el marco pasa de valer 8 escudos a aproximadamente 100 - doce veces más- , y con respecto al dracma, de 8 a 150, es decir, ha incrementado su valor en casi 18 veces. Ciertamente estos casos son extremos dentro de la Unión Monetaria, pero por eso son también exponentes significativos de las múltiples variaciones que con mayor o menor intensidad han experimentado en estos treinta años los tipos de cambio de todas las monedas. Dichas modificaciones tienen su origen en las distintas características económicas de cada país y en los asimétricos choques externos que pueden sufrir; y han constituido también el mecanismo empleado por cada una de sus economías para adaptarse a las variaciones de los factores reales.

Tras el examen de la evolución pasada, ¿podemos creer que va a ser factible, de cara al futuro, mantener los cambios anclados en el euro, fijos, formando una unión monetaria?

¿Por qué no?, quizás se me conteste. Los actuales Estados tienen regiones muy diferentes y con economías dispares, y eso no es óbice para que en cada uno de ellos haya regido una única moneda.

Es cierto, pero en cualquier Estado, por muy descentralizado que esté, por muy federal que sea, existen unos mecanismos de ajuste que en absoluto se producen en la Unión Europea:

a) Relativa facilidad para que la mano de obra se mueva entre las regiones, lo que no sucede en Europa, pues aun cuando se haya establecido la libre circulación de trabajadores, las diferencias de tipo cultural y de idioma crean fuertes obstáculos a los movimientos migratorios.

b) Potentes mecanismos de redistribución de la renta. En primer término de carácter personal, pero que, como consecuencia lógica, se convierten también en regional. En cualquiera de nuestros países la desigualdad entre las regiones queda muy paliada si contemplamos la distribución de la renta después de impuestos, es decir, después de la actuación compensadora del Estado.

En la Unión Europea las cosas son muy diferentes. No existe ni una seguridad social ni un sistema fiscal común. El presupuesto comunitario alcanza una cuantía ridícula (1,24 del PIB), en absoluto comparable con el de ningún país, ni aun con el de los más liberales. Los mecanismos de solidaridad y compensación, los llamados fondos, son insignificantes y, además, al explicitar su carácter regional –y no personal– queda oculto su arraigamiento en la justicia y aparece mas bien como beneficencia y generosidad de los países ricos hacia los pobres. Es lógico que aquellos opongan siempre una fuerte resistencia a que se aumenten.

Pero la gravedad no termina aquí. No es sólo que la Unión Monetaria carezca de una política redistributiva común, sino que el diseño actual, impide y dificulta las políticas redistributivas nacionales. La carencia de una armonización fiscal, social y laboral, se presta al chantaje empresarial y coloca obstáculos insalvables al Estado social. No deja de ser curioso que la Unión Europea, que en una búsqueda neurótica de la competencia se empeña en fijar el menor detalle a efectos de normalizar todos los mercados, del único mercado del que no se preocupa por armonizar, sea el laboral y que las únicas ayudas de estado que no persiga sean las fiscales.

La Unión Europea está sometida a una fuerte contradicción, por una parte resulta evidente que un mercado único y una unión monetaria en solitario difícilmente son sostenibles y viables si no se produce la unión y la integración en otros muchos aspectos, pero lo cierto es que de los que sustentan el poder en Europa no hay muchos que estén dispuestos a dar este último paso. Por supuesto, no está dispuesto a darlo el capital, que al independizarse del poder político de los estados ha conseguido ya todos sus objetivos; y al que cualquier avance en la Unidad sólo puede perjudicarle. Pero también una gran parte de los mandatarios y de la clase política, que contemplan con recelo todo progreso en la integración política, incluso aquellos que en teoría se pronuncian más claramente por un estado federal, como Alemania, en la práctica se niegan a que se avance en materia presupuestaria, y de impuestos.

A pesar de toda la parafernalia que ha rodeado el inicio de la Convención y que se mantendrá durante todo su desarrollo, hay pocas esperanzas en que se den pasos significativos. Como mucho algún avance en los aspectos institucionales, como la elección directa del presidente de la comisión, pero sin que cambie sustancialmente el déficit democrático de la Unión, y alguna declaración formal de principios, a la que llamarán Constitución, pero que en la práctica no comprometerá a nada.

Lo que en el fondo ha forzado la convocatoria de la Convención, es la futura ampliación a los países del Este. Pero precisamente es este hecho el que incrementa aun más las contradicciones. Una Unión Monetaria de seis naciones con un desarrollo económico más o menos similar es una tarea difícil, pero quizás posible. Cuando se trata de quince Estados con grandes diferencias el objetivo parece irrealizable, pero si de lo que hablamos es de treinta países con un desequilibrio tan enorme como el que puede haber entre Alemania y algunos países del Este, entonces el proyecto se convierte en demencial.