La lista más votada
La elevada abstención en las pasadas elecciones autonómicas y municipales,
que reitera lo ya manifestado en los referéndum de Cataluña y Andalucía, ha hecho que vuelvan a plantearse
en la opinión pública, o más bien en la opinión publicada, los posibles defectos
del sistema electoral y la necesidad de su
reforma.
En la prensa y en las tertulias, donde algunos
tienen remedio para casi todo, se han apresurado a dar
Aceptar el principio de que en todas partes debe gobernar la lista más
votada ni hace más democrático el sistema político ni sería viable. No es
viable porque en la mayoría de los casos implicaría carecer en el Parlamento o en el Consistorio
de respaldo para gobernar. Resultaría imposible o muy difícil aprobar
cualquier ley o medida, empezando por los propios presupuestos. La única
posibilidad radicaría en que se produjese un
acuerdo entre el PP y el PSOE para apoyarse mutuamente, en cada lugar
en función de quien hubiera sacado más votos. Pero el apoyo no podría
ser exclusivamente para la investidura, sino que
debería mantenerse a lo largo de todo el mandato. En este caso habría
desaparecido de forma generalizada la oposición y habría comenzado el
cambalache. Únicamente podría considerarse y
estar justificada tal eventualidad en aquellos sitios de mayor virulencia
nacionalista, como freno a la ofensiva de segmentación del Estado.
La norma de que gobernase la lista más votada, al igual que la adopción
de un sistema mayoritario o la elección directa de alcaldes propuesto por el
PSOE cuando estaba en la oposición, no haría más democrático el sistema político.
Lo único que se lograría sería afianzar y fortalecer aún más el
bipartidismo y si algo no necesita nuestro país es precisamente esto, porque la
mayoría de los defectos de nuestro sistema democrático se originan en el
hecho de que se configura como un mercado cerrado oligopolista, en el que
resulta imposible la entrada
y, por lo tanto, la creación de otros partidos. Los cambios tendrían que ir
precisamente por un camino opuesto, el de remover los factores que se oponen a
la proporcionalidad estricta.
Para plantear la reforma de nuestro sistema electoral lo primero es
identificar correctamente sus defectos actuales. El problema no radica en la
existencia de partidos bisagras o en la necesidad de acuerdos entre dos o más
formaciones políticas para gobernar en el ámbito local o estatal. Esta situación
no tiene nada de reprobable e incluso puede ser bastante mejor que cuando
gobierna un solo partido con mayoría absoluta. La negociación, las cesiones
mutuas, los acuerdos, etcétera, son intrínsecos a un sistema democrático, y
tanto más democrático será cuanto
más dividido esté el poder y se
haga imposible gobernar de manera autocrática.
El problema estriba en
todo lo contrario, en que precisamente por
no ser el sistema electoral más proporcional, por identificarse la
circunscripción con la provincia y por carecer de colegio de restos los únicos
partidos minoritarios posibles son los nacionalistas o de ámbito regional. Los
pactos para gobernar no se hacen, por tanto, en clave ideológica o política,
lográndose el acuerdo mediante la
cesión mutua de parte del programa de las respectivas formaciones políticas.
Los acuerdos se logran mediante el chantaje territorial, a través de la concesión
de privilegios y prebendas a la región respectiva y en contra del resto.
Los
resultados a los que se ve
forzado nuestro sistema electoral se mueven entre dos alternativas a cual
peores. O bien un partido gobierna con mayoría absoluta, lo que suele convertir
el poder en autocrático, o bien necesitará los votos de una formación
nacionalista que cobrará su apoyo con beneficios y regalías para su región,
con lo que el inexcusable equilibrio territorial se irá deteriorando más y más.