Schröder y Jospin
El fracaso de la cumbre de Niza alertó ya del desconcierto que se ha apoderado de la Unión Europea. Ésta se encuentra en una encrucijada, sin saber muy bien a partir de ahora qué camino seguir. Hay que decir, en honor a la verdad, que la ambigüedad y la confusión han presidido siempre el proyecto europeo. Nunca ha estado claro el fin, y mucho menos los pasos y los ritmos. Tan sólo los intereses económicos, sustitutos de cualquier racionalidad, han actuado como motor para conseguir determinados objetivos, pero tan pronto como éstos se han alcanzado, aparecen las contradicciones y las opiniones divergentes en función de las conveniencias de cada uno de los estados.
La ampliación a los países del Este viene a complicar el proceso; porque, si bien existen muchos intereses económicos en juego que ambicionan expandirse en tales mercados, también se posee la evidencia de que una unión de treinta países resulta impracticable con los instrumentos y mecanismos hoy vigentes en la Comunidad. Avanzar, sin embargo, en el aspecto político resulta una tarea inviable, sujeta a las opiniones más enfrentadas.
El fracaso de la cumbre de Niza está en el origen de las propuestas de Schröder y Jospin. Era previsible que Alemania, principal interesado en la incorporación de los antiguos países socialistas, iba a contemplar con preocupación los estériles resultados de la última cumbre europea, y que se iba a ver forzado a proponer públicamente un modelo. El obstáculo, no obstante, se encuentra ahí, en que es "su modelo", y no es compartido por el resto de los estados miembros.
El modelo de Schröder es paradójico. Por una parte, plantea una integración política plena, nada menos que un estado federal, pero por otra, se niega a dotarlo de los lógicos instrumentos redistributivos de cualquier Estado. Se opone a todo incremento presupuestario. ¿Qué Estado federal es éste, en el que se limita el presupuesto común al 1,27% del PIB? No sólo no se avanza creando nuevas políticas en la Unión, sino que se pretende nacionalizar algunas, como la agrícola, que ahora son comunes.
El Estado federal que propone Schröder es un Estado liberal, incompatible, por mucho que haya avanzado el neoliberalismo, con la situación europea. Hablar de Estado federal implica en buena lógica una seguridad social común, impuestos comunes, condiciones sociales y laborales homogéneas y un presupuesto comunitario de una cuantía similar a la que en la actualidad posee cualquier Estado. Nada de eso quiere Alemania. Schröder desea los beneficios de la ampliación sin pagar por ello; ambiciona una integración política que le permita mandar en Europa, pero sin asumir el coste que tal integración conlleva. La contradicción aparece evidente cuando se compara el proceso que se propugna para Europa, con el que se aplicó para la unión de las dos Alemanias.
Ante la propuesta alemana, a Jospin no le ha quedado otro remedio que formular su propio plan, plan que si a primera vista aparee como más nacionalista que el de Schröder, es, en realidad, mucho más integrador, puesto que incide no tanto en los formalismos institucionales como en los aspectos de fondo, en las políticas comunes. Sugiere, por ejemplo, avanzar en una legislación laboral para toda la Unión. Se comprende el callejón sin salida en que se encuentra la Unión Europea, cuando propuestas mínimas y moderadas como las de Jospin suscitan la oposición radical de Tony Blair y de otros mandatarios europeos.
La invitación del presidente de la Comisión a establecer un impuesto europeo, siendo de lo más coherente, aparece como irreal en un proyecto que se conforma con la integración del mercado y con la moneda única. Muchos de los que han apostado por Europa ansiaban tan sólo un espacio mercantil y financiero que beneficiase a las empresas y al capital, y no están dispuestos a avanzar un ápice en otros terrenos. El problema radica en que si este modelo ya era contradictorio para quince países, resulta totalmente inviable para treinta, que además presentan condiciones económicas muy heterogéneas.