¿Y por qué van a pagar los ricos?
Allá por los años sesenta, en cualquier manual de Hacienda Pública se distinguía entre rentas fundadas y rentas no fundadas, las que provenían del trabajo y las del capital. Era doctrina pacíficamente aceptada por izquierdas y derechas que las primeras deberían tributar menos que las segundas. Razones: las de trabajo se obtienen con más esfuerzo y, a igualdad de ingresos, las de capital son signo de una mayor capacidad económica, al contar con el respaldo del patrimonio que las genera.
Bajo la héjira del neoliberalismo económico
las cosas son totalmente distintas. Desde hace ya muchos años, se pretende lo
contrario. Las rentas de capital gozan de un claro privilegio sobre las de
trabajo. No sólo porque las leyes fiscales las han ido favoreciendo con tipos más
bajos o con mecanismos reductores -véase
el trato fiscal concedido a las plusvalías o a los dividendos-,
sino porque los grandes patrimonios, con la complicidad de las entidades
financieras, han buscado siempre instrumentos con los que cometer fraude de ley
burlando los gravámenes y consiguiendo la pasividad cuando no la complicidad
del poder político. Todo ello, por supuesto, con la excusa de que el capital
puede emigrar a otras latitudes. ¿Nos puede extrañar entonces que los
trabajadores vayan reaccionando en contra de eso que llaman globalización o de
proyectos como
Primero fue la opacidad de que gozaban todos los activos financieros con rendimiento implícito; después, los pagarés del Tesoro; más tarde, las primas únicas o las cesiones de crédito. Los instrumentos y las situaciones creadas han sido distintos. En unos casos se podía hablar de elusión, en otros, como en la cesión de créditos, directamente de fraude. Pero en todos ellos aparecen siempre unos caracteres comunes: la mano de la banca dispuesta a utilizar cualquier medio con tal de proteger los intereses de sus mejores clientes; un poder político propenso a plegarse a las exigencias de los que realmente mandan e incapaz de hacerles frente; amnistía cuando la situación es ya insostenible; unos términos y conceptos difíciles de entender para el público en general, y, sobre todo, la actuación de un partido político, CIU, convertido siempre en sindicato de los intereses económicos.
Ahora ha surgido el escándalo de las SICAV
(Sociedades de inversión colectiva). La creación de estas sociedades es
antigua, data de mediados de los ochenta. En aquel momento, se esgrimió, como
siempre, uno de esos tópicos tan en boga, capitalismo popular, propiciar el
ahorro colectivo y que se pudiera canalizar hacia
Todo empezó por una de tantas medidas
injustas adoptadas en materia tributaria por el anterior gobierno del Partido
Popular, eliminar la obligación de cotizar en bolsa. Se allanaba así el camino
para el fraude fiscal. Muchas de estas sociedades dejaban de ser de inversión
colectiva para convertirse en sociedades de inversión privada. Las grandes
fortunas vieron en ellas el instrumento perfecto para administrar sus
patrimonios sin pagar impuestos. El requisito de los cien socios se podía
encubrir en todo caso con hombres de paja. La inspección detectó el fraude, al
igual que ocurrió con las primas únicas o con la cesión de créditos, pero
una vez más la presión de las fuerzas económicas logra su objetivo, y de la
forma más bochornosa. Por primera vez en la historia fiscal de este país se
conceden competencias en materia tributaria a
Las trescientas actas pueden ir a