Bajada de directos, subida de indirectos
Alguien dijo que la política es el arte de lo posible. Sin embargo, a menudo se transforma en el arte de conseguir que los demás demos por bueno lo imposible. Eso le ocurre al Partido Popular. Imposible es, desde luego, que la recaudación se mantenga si en sucesivas reformas, y especialmente en la del IRPF, se reduce sustancialmente la tributación de las empresas y la de los contribuyentes de altas rentas.
Bajar los impuestos tiene su coste. Éste tal vez pueda esconderse en las etapas de auge económico en que la recaudación derivada de un mayor crecimiento puede compensar la minoración originada por la reforma, pero tan pronto como el ciclo inflexiona se destapa el agujero.
Imposible también que nuestro país permanezca en una hornacina de cristal, al margen del ciclo económico, tal como pretendía el Gobierno al mantener sin variación el cuadro macroeconómico, elaborado en unas coordenadas temporales muy distintas a las actuales, cuando la crisis aún no había aparecido, o al menos, no con tanta fuerza.
De estos dos imposibles, surge un posible, la subida anunciada del impuesto sobre los carburantes y la que también se va a adoptar, según parece, sobre el alcohol y el tabaco.
El Gobierno se empecinó en no modificar las previsiones macroeconómicas, y sobre ellas construyó el presupuesto del 2002. Hoy nadie se cree que ese año el PIB crezca el 2,9%, tal como ha estimado el ejecutivo. Lo más previsible es que, como mucho, llegue al 2%. Una diferencia de casi un punto en el crecimiento del PIB se traduce en 400 ó 500.000 millones menos de recaudación.
Dos caminos eran posibles. El primero consistía en mantener las cifras presupuestarias y permitir que los estabilizadores automáticos actuasen. Los menores ingresos generarían un déficit del 0,4% ó 0,5% del PIB, cifra perfectamente asumible, incluso aconsejable para propiciar la reactivación. Esa ha sido la opción adoptada por la mayoría de los países europeos, apostando por una política expansiva, tanto en el ámbito monetario, como en el fiscal.
En nuestro país, por el contrario, el Gobierno, esclavo de su ortodoxia neoliberal, se ha dedicado a buscar con urgencia nuevos impuestos capaces de compensar la brecha que va a crearse en la recaudación. Consciente de que una parte de la sociedad le iba a acusar de sustituir impuestos directos, progresivos, por indirectos, mucho más injustos, y que la otra parte le iba a reprochar incumplir la promesa electoral de no elevar los impuestos, se ha escudado detrás de la sanidad y de las autonomías.
Que la asistencia sanitaria precisa de más recursos, resulta evidente. La sanidad y, en general, todas las prestaciones de protección social. La parte del PIB que nuestro país dedica a gastos sociales es siete puntos inferior a la que por término medio destina el resto de los países europeos. Pero este nuevo impuesto nada va a tener que ver con la sanidad. El presupuesto es un todo indiviso, en el que la totalidad de los ingresos financia a la totalidad de los gastos. No hay impuestos finalistas. La asignación para el gasto sanitario no se va a incrementar ni en una peseta por la creación de este tributo.
En cuanto a las autonomías, resulta difícilmente explicable lo que se les propone. Los recursos de que dispondrán serán los mismos tanto si utilizan la parte autonómica del impuesto, como si no, puesto que lo que recauden se les descontará de los fondos que debe transferirles el Estado. Siendo esto así, ¿qué Comunidad va a asumir el coste político de elevar el gravamen? Hablar de responsabilidad fiscal es pura ironía.