La ley de dependencia

La semana pasada el Congreso de los Diputados aprobó la Ley de Dependencia. En principio, una de las medidas más justas y más coherentes. Viene a dar respuesta a una necesidad profundamente sentida por la sociedad actual. Rellena, sin duda, un vacío existente, en gran medida fruto de la incorporación de la mujer al mundo laboral. En la sociedad tradicional, la familia asumía funciones que difícilmente puede realizar en los momentos actuales. El orden antiguo se basaba en una división de papeles en el ámbito familiar, el hombre trabajaba fuera de casa y la mujer atendía el hogar incluyendo el cuidado de niños, enfermos y ancianos.

La incorporación de la mujer al mundo laboral, con la consiguiente ruptura de esa división del trabajo, no ha ido acompañada de una reducción de jornada, de manera que ambos cónyuges trabajasen fuera del hogar, pero también pudieran disponer del suficiente tiempo libre para acometer entre ambos las tareas que antes estaban asignadas exclusivamente a las mujeres. En definitiva, la cantidad de trabajo dependiente –es decir, fuera del domicilio— que la familia realiza se ha multiplicado por dos; y se supone que también las rentas que la familia en su conjunto recibe. Pero, por ello mismo, tendrá que destinar parte de esos ingresos a hacerse con determinados bienes o servicios que antes no tenía necesidad de adquirir porque pertenecían al ámbito del autoconsumo.

Está finalizando un orden social antiguo, pero sin acabar de construir uno nuevo capaz de sustituirlo con la misma eficacia. Se padece un cierto espejismo. Una gran mayoría de la población percibe que su nivel de vida, su renta, se ha incrementado sustancialmente, sin embargo, no se es consciente de que tal fenómeno se ha conseguido a base de aportar por término medio cada unidad familiar el doble de trabajo dependiente que antes, y que si queremos restituir el equilibrio, resulta ineludible detraer de esa mayor producción social una porción también más significativa, orientada a cubrir necesidades que antes se solventaban por otros procedimientos.

Si a lo anterior añadimos un nuevo fenómeno, la mayor esperanza de vida en los momentos presentes, resulta irrefutable que las sociedades actuales tendrán que destinar una parte cada vez mayor de su renta nacional al cuidado de los ancianos, ya sea mediante pensiones, gastos en sanidad o gastos en asistencia personal cuando no puedan valerse por sí mismos. Ello constituye un hecho sociológico totalmente ineludible, abstracción hecha de cualquier posición ideológica y de la forma por la que se opte para proveer estos bienes necesarios, bien sea de modo privado mediante el mercado y a través de un precio, bien sea de manera pública como prestación social y financiada mediante impuestos.

Dejar la provisión de estos bienes al mercado es condenar a buena parte de la población a la desasistencia e indigencia, tanto más dada la exigua cuantía de las pensiones que hace que, como acaba de manifestar el INE mediante la Encuesta de Presupuestos Familiares, la mayor proporción de pobres se de entre los jubilados. En un Estado que a través de su texto constitucional se proclama social y de derecho, la provisión de los bienes sociales debe ser pública y es aquí donde adquiere  todo su sentido la ley que se acaba de aprobar.

El hecho de que haya que saludar con alborozo una ley como la que nos estamos refiriendo no implica que no subsistan dudas y hasta cierta desconfianza. Existe el peligro de que todo se quede en un brindis al sol, en una bonita norma teórica que puede proporcionar réditos electorales pero que, en la práctica, apenas llegue a traducirse en resultados. En definitiva, que se produzca de nuevo el mismo fenómeno que ha ocurrido con la vivienda y con el anuncio a bombo y platillo de la creación de un ministerio para tal cometido.

Las dudas son tanto más fundadas cuando se contempla la política fiscal que el Gobierno y la oposición propugnan. La solución de este problema social precisa de elevados recursos, recursos que difícilmente se pueden obtener si se profesa una teoría tributaria regresiva y cicatera. Como se ha señalado, es necesario detraer de la renta nacional importantes recursos, lo cual resulta perfectamente posible dado que aquella se ha incrementado sustancialmente. Solo se precisa tener la voluntad de aplicar una verdadera política redistributiva, lo que no parece que en estos momentos se encuentre en el programa de ninguna fuerza política. Pretender acometer medidas sociales sin asumir el coste de mantener unos impuestos potentes y progresivos es tanto como pretender cuadrar el círculo, o tomar el pelo al personal.

Un aspecto de la Ley dispara todas las señales de alarma. La previsión del copago, es decir que parte del servicio corra a cargo del demandante de acuerdo con el nivel de renta y patrimonio. La ley puede quedar en agua de borrajas dependiendo de qué condiciones y cuantía se fije para la franquicia. Por otra parte, la dificultad de controlar la capacidad económica del usuario, aparte de generar una importante carga burocrática, dará origen a todo tipo de picaresca y, por lo tanto, de injusticias.

La posibilidad de copago se esconde tras un discurso aparentemente correcto. ¿Por qué va a pagar el erario público prestaciones a los ricos o a aquellos que pueden sufragárselas con su propio peculio? La razón hay que buscarla en la diferencia entre derecho social y obras de beneficencia. Cuando el servicio público no es universal y queda restringido tan solo a los pobres, termina deteriorándose y empobreciéndose, y el usuario acaba por considerarlo una obra de caridad y no un derecho ciudadano. No creo que haya inconveniente en costear estos servicios también a los ricos, si después se les cobra con creces mediante impuestos.