Y dentro de
poco, la sanidad
Primero fue la bajada de retribuciones a
los empleados públicos con el correspondiente deterioro de los servicios;
después llegó el abaratamiento del despido que ha convertido todos los
contratos laborales en medio precarios. Ahora se pretende reformar las
pensiones, y en la lontananza se vislumbra la ofensiva contra la sanidad
pública.
Algunos periódicos airean ya las
dificultades que están afectando, dicen que por la crisis, a los sistemas
sanitarios de las distintas Autonomías. Lo cierto es que pueden tener razón.
Con la crisis y antes de la crisis, la sanidad pública española vive una
especie de esquizofrenia. El nivel técnico y profesional es muy bueno, casi óptimo.
Es frecuente escuchar a los propios médicos el consejo de que si se tiene un
problema grave de salud se debe acudir a la sanidad pública y pasar de
El hecho de que el Consejo Interterritorial haya limitado a seis meses el periodo de
espera es sintomático de la sinrazón del sistema y del error que subyace en el
planteamiento. Los pacientes que habrá que operar serán los mismos y también
los equipos técnicos y humanos, tanto si la espera es de diez días como si es
de un año. La demora por tanto no soluciona nada sino que constituye una huida
hacia adelante, a no ser que con dilaciones tan amplias se esté propiciando que
muchos pacientes acaben costeándose la operación en una clínica privada o, lo
que es peor, que la intervención quirúrgica ya no sea precisa debido al
fallecimiento del paciente.
La transferencia de la sanidad a las
Comunidades Autónomas ha venido a complicar la situación generando diferencias
significativas en la asistencia que reciben los españoles según sea su
domicilio. Además, cada Autonomía ha optado por realizar experimentos en las
entidades sanitarias adoptando los procedimientos y las figuras jurídicas más
diversas. En muchos casos dando entrada al sector privado o al menos
estableciendo eso que se llama métodos privados de gestión.
Es un hecho incuestionable que en los
últimos treinta años el gasto en sanidad ha crecido considerablemente en todos
los países desarrollados. Pero esta aseveración no tendría por qué ser en sí
misma motivo de alarma o de zozobra, sino, más bien, aceptarse como algo lógico
e incluso positivo que el Estado debería incentivar. La sanidad es lo que se llama
en economía un bien superior. Su consumo aumenta con la renta más que
proporcionalmente, por lo que parece coherente que en los distintos países, a
medida que se incrementa el PIB, se dedique una mayor proporción de éste a
gastos de salud.
La ofensiva contra el gasto sanitario
carece de sentido porque el hecho de que la sanidad sea privada en ningún caso
reduce la proporción del PIB que hay que destinar a ella. La única diferencia
se encuentra en si se financia vía impuesto o vía precio. El caso más evidente
es el de Estados Unidos donde el gasto sanitario por habitante es tres veces el
de nuestro país, a pesar de que una parte importante de la población carece de
la cobertura necesaria: el 16,5 por ciento se encuentra privado por completo de
protección y el 56 por ciento la tiene limitada. Conviene añadir que ni
siquiera en Estados Unidos la sanidad es por completo privada. El 40 por ciento
del gasto sanitario es público, financiado por el Estado, aunque bien es verdad
que su gestión es enteramente privada, ya que el sector público contrata los
servicios con clínicas particulares.
Ni la reducción de las prestaciones ni el
copago o cheque moderador pueden ser por tanto una alternativa. En ninguno de
los dos casos estamos financiando el gasto público en sanidad, sino
privatizándola con las consecuencias negativas para la equidad que comportan.
Penalizan a los más necesitados, ya sean los más enfermos o los más débiles
económicamente.