El problema de la vivienda

El Gobierno no lo tiene fácil con el problema de la vivienda. Existe una cierta unanimidad en que no se debería haber permitido que los precios se disparasen. Pero, de cara al futuro, tan importante es impedir que continúen subiendo a tasas disparatadas como que se desplomen con graves consecuencias para la economía.

En el mercado de la vivienda, al igual que en cualquier mercado libre, los precios se forman por la conjunción de la oferta y la demanda.  Habrá que actuar por tanto sobre alguna de estas dos variables. Una forma sería restringiendo la demanda, lo que aparte de no resultar demasiado viable sería además inconveniente. La contención de precios no es una finalidad en sí misma, sino un medio para hacer asequible la vivienda al mayor número de personas. ¿De qué sirve que no suban los precios de las casas si es a costa de que los ciudadanos no tengan acceso a ellas?

Tampoco parece que la mejor política para mantener el precio sea actuar por el lado de la demanda mediante subvenciones, tal como en este momento proyecta el Ministerio. El efecto puede ser el contrario al que se pretende conseguir. Se incentivará la demanda y es muy posible que los recursos públicos así canalizados terminen en manos de promotores y constructores por la vía de una elevación del precio. Por otra parte, las subvenciones dirigidas a colectivos concretos siempre conllevan algo de arbitrario: ¿por qué sólo a los jóvenes?; y la capacidad económica resulta a menudo difícil de calcular, sobre todo cuando determinados ciudadanos, como los profesionales y empresarios que facturan a los consumidores, pueden ocultar fácilmente sus rentas. Se puede dar la paradoja de que aquellos que defraudan tengan acceso a ayudas que estarían vetadas a los que tienen sus ingresos controlados por una nómina.

Las actuaciones públicas deberían acometerse principalmente desde el lado de la oferta, incrementando ésta todo lo que fuese necesario para que los precios no se elevasen. En primer lugar, habría que movilizar las casas vacías promoviendo un mercado de alquiler. La normativa actual sumamente proteccionista con el inquilino termina volviéndose en su contra porque, ante los riesgos que comporta, los propietarios se retiran del mercado, o exigen tales garantías bancarias que resultan prohibitivas para la mayoría de los futuros arrendatarios. Sin duda en este estado de cosas influye la lentitud de la justicia en dictaminar los desahucios. Una medida a todas luces positiva es el proyecto de crear una agencia pública cuya finalidad sería garantizar subsidiariamente a los posibles inquilinos; la vivienda es un bien de primera necesidad por lo que parece justo que nadie sea desalojado de su casa ante necesidades económicas sobrevenidas, pero el coste de la medida debe recaer sobre el Estado y no sobre el arrendador, ya que de lo contrario el riesgo le hará inhibirse de poner el piso en alquiler que es lo que sucede en la actualidad.

En segundo lugar, aumentando la oferta de obra nueva. Ello nos conduce al asunto del suelo disponible. La solución no puede provenir de su liberalización, como pretenden los conservadores, pero sí de que los poderes públicos pongan en el mercado todo el suelo urbano necesario, y a los precios adecuados, para que la oferta de viviendas se incremente. Claro que de nada vale que exista suelo recalificado si se permite que se retenga, jugando especulativamente con una elevación del precio. Las ventas y recalificaciones tendrían que ir acompañadas de requisitos y condiciones que garantizasen su transformación en viviendas, y con características previamente pactadas de acuerdo con el objetivo que se pretende conseguir.