Hacienda, la Infanta y Messi

No parecía posible otra solución. El ridículo ha sido tan espantoso que, si no querían que cayese la cabeza del ministro o la del secretario de Estado, debían sacrificar la de la directora de la Agencia Tributaria. Al margen de cualquier error o irregularidad de fondo, había un desliz manifiesto de forma que dejaba a la Agencia e incluso al Gobierno a los pies de los caballos: ¿cómo es posible que en un tema de tal relevancia política y de tal repercusión mediática se facilitase la información al juez sin realizar la menor comprobación, cuando la información, además, era ya de por sí anómala al convertir a la Infanta en agencia inmobiliaria de quinta categoría, es decir, de casas populares? Todo el asunto era demasiado extraño, lo que debería haber sido suficiente para que alguien se hubiese tomado la molestia de realizar una verificación previa.

Después está el problema de fondo, con el que los enemigos de los impuestos han intentado desacreditar a la administración tributaria, aduciendo el espectro de la inseguridad y la ausencia de garantías que puede sufrir el administrado frente a estos errores de Hacienda; o con el que la oposición, impulsada por lo que parece ser su única motivación, atacar al Gobierno, agita todo tipo de fantasmas: han llegado a decir incluso que el objetivo era tender una trampa saducea al juez para desacreditarlo. Lo cierto es que nadie se ha atrevido a plantear la pregunta central pero al mismo tiempo más básica. Porque al margen de quién cometiese la equivocación, los funcionarios de la Agencia, los notarios o los registradores, lo realmente inexplicable es que seis años después no se hubiese detectado el error. Es cierto que, dada la escasez de recursos, solo es posible inspeccionar anualmente a un número reducido de contribuyentes, pero lo que sí se hace con carácter anual es contrastar informáticamente todas las declaraciones con los datos que posee la administración tributaria, sea cual sea su origen, y en caso de discrepancia se requiere al contribuyente para aclararla.

Todo parece indicar, por tanto, que algunas personas como la Infanta, gozan de un privilegio especial. Sus declaraciones no están sometidas al chequeo que anualmente afecta a todos los contribuyentes, porque de lo contrario con independencia de dónde se hubiese originado la equivocación, esta se habría corregido en 2006 o en 2007. No se entiende muy bien la actitud combativa del PSOE en este tema porque, dados los ejercicios a los que afecta el error, no puede pretender verse libre de responsabilidad. En esta materia hay poca diferencia según el partido que gobierne. Los dos parecen distinguir entre contribuyentes de primera y de segunda. De esta distinción puede extraerse una sospecha. ¿No podría ocurrir que bien entre el personal de la propia Agencia o bien entre los trabajadores de las notarías o registros hubiese quienes, conocedores de que las declaraciones de determinados contribuyentes como las de la Infanta no van a ser contrastadas, les imputasen a estas ciertas operaciones que así quedarían ocultas de manera que otros contribuyentes no se verían gravados por ellas? El tema es suficientemente grave como para que, con cese o sin cese de la directora de la Agencia, se investigue y se informe al respecto.

La fiscalidad será con toda seguridad después de la Unión Monetaria el tema más crucial de la economía española. Habrá quien se apresure a afirmar que el problema más grave es el paro, y puede ser que tenga razón. Pero el paro es un problema derivado; derivado de la pertenencia a la Eurozona (entre otras cosas por no poder devaluar) y de la insuficiencia en la recaudación fiscal, que ha dado excusa a través del déficit a los talibanes de Bruselas, Frankfurt y Berlín y a los gobiernos españoles para realizar los ajustes más brutales que han hundido la economía.

No obstante y de manera incomprensible, la cuestión impositiva no se toma demasiado en serio en España, lo que hace que la presión fiscal (32,4%) sea la más baja de la Europa de los quince, inferior incluso a Grecia (34,9%) y a Portugal (36,1%), y a trece puntos de diferencia con Francia y ocho y diez con Alemania e Italia, respectivamente. No la han tomado en serio los distintos gobiernos que, por una parte, han permitido, casi favorecido, el nivel escandaloso del fraude fiscal y, por otra, reforma tras reforma han desarmado la capacidad recaudatoria de los distintos tributos introduciendo toda clase de beneficios fiscales de los que se aprovechan los contribuyentes de elevados ingresos y las rentas empresariales y de capital.

Pero tampoco la ha tomado en serio la mayoría de la población, que no juzga con la severidad debida al defraudador. La sociedad contempla impasible casos como los de Messi o los de otros deportistas, artistas o banqueros, sin aplicarles ninguna sanción social, como si la defraudación fiscal fuese un pecadillo menor, y no un robo a todos los españoles. La sociedad y los jueces son bastante rígidos, y es lógico, con los contados casos que se descubren en los que se ha desviado dinero público para fines privados, pero el rigor, y no se sabe muy bien por qué, es mucho menor con los aún más raros casos en los que los defraudadores fiscales acaban en los tribunales.

La severidad es menor comenzando por las propias leyes penales en las que el infractor fiscal está tratado con mucha mayor indulgencia que cualquier raterillo de poca monta. Ello es tan así que casi la totalidad termina eludiendo la cárcel y acaba saldando sus cuentas con dinero, lo que para este tipo de delincuentes no representa ningún problema –más bien casi un negocio-, porque la probabilidad de que la infracción sea detectada es siempre reducida y, en caso de serlo, nunca lo será en su totalidad para aquellos que pueden poner los huevos en distintos cestos. En estos casos la defraudación constituye una lotería en la que siempre se gana. Cuando se trata de altos niveles de fraude, solo la cárcel puede constituir un elemento disuasorio adecuado.

Lo que los legisladores, jueces y la propia sociedad parecen ignorar es que la contrapartida de estos insoportables niveles de fraude la constituye, por ejemplo, la carencia de medios para la sanidad pública (y por lo tanto quizá las muertes por diagnósticos o intervenciones tardías debidas a las listas de espera), pensionistas en situación de pobreza extrema, la tragedia de familias con todas las personas en paro y sin recibir prestación social alguna, unos servicios públicos deficientes o una administración pública mal pagada y con múltiples carencias. El hecho de que los resultados y los efectos no se vean de forma inmediata ni se puedan predicar de manera unívoca, no resta gravedad al delito.