Elevar
el salario mínimo
Hay que felicitar al Gobierno. Por fin el
Consejo de Ministros ha aprobado para el próximo año el incremento del salario
mínimo interprofesional y, además, en los términos acordados con los sindicatos.
Pocas cosas más justas que ir poco a poco actualizando esta magnitud que casi
había quedado obsoleta, al perder, año tras año, desde el mismo momento en que
se estableció, poder adquisitivo. Si en 1981 representaba el 45,6% del salario
medio, en los momentos actuales apenas alcanza el 35%.
En realidad, este Gobierno lo único que se
ha propuesto es cumplir la
Carta Social Europea , que tiene carácter de
convenio internacional y fue ratificada por España en 1980, y en la que se
determina que el salario mínimo no debería ser nunca inferior al 60% del
salario medio. Pero esto, que parece tan lógico y relativamente sencillo,
alcanza la condición de meritorio cuando se compara con la actuación en esta
materia de los gobiernos anteriores y cuando se constatan las enormes presiones
que se desencadenan ante estas medidas. Presiones que terminan haciendo mella
en el PSOE y en el propio Gobierno.
Las presiones siempre vienen acompañadas de
buenos sentimientos y de sentencias económicas que pretenden situarse al margen
de toda ideología y fundamentarse únicamente en la ciencia económica, pero en
cuanto se ahonda un poco en ellas se descubren los intereses y las falacias que
encierran. El presidente de la patronal ha lanzado rápidamente la advertencia
de que un incremento del salario mínimo tendría repercusiones sobre la
inflación. Es curioso cómo se transmite a la opinión pública
la idea de que la inflación depende de los salarios, olvidando que los precios
los fijan los empresarios. Se supone que todo incremento en las retribuciones
de los trabajadores se traslada inmediatamente a precios y que el excedente
empresarial no juega. Para contener la inflación parece que la única solución
es que los salarios pierdan continuamente poder adquisitivo y, como consecuencia,
que el beneficio empresarial sea cada vez mayor. Claro que en realidad tampoco
con ello se garantiza la contención de los precios, porque si los empresarios
pueden subirlos, con incrementos salariales o sin ellos, lo harán para inflar
sus beneficios.
Por otra parte, se objeta que la subida de
los salarios incrementará el paro. Se suele establecer una relación unívoca
entre desempleo y nivel de salarios, asegurando que se trata del abc de la ciencia económica, cuando en realidad es tan sólo
un axioma de una determinada teoría, la neoclásica, que Keynes puso en
entredicho hace ya muchos años y que la práctica, desde la crisis de 1929,
ha demostrado inconsistente. El paro depende de otras
muchas variables. Es más, un descenso de los salarios reales podría generar el
efecto contrario al pretendido y ser contraproducente en la creación de empleo
al deprimir la demanda.
Los salarios no sólo constituyen una parte muy importante del
coste de los productos, sino también un factor decisivo a la hora de determinar
el nivel de consumo y, por lo tanto, la demanda interna. Se olvida muchas veces
que, en economía, aquellas medidas que pueden ser provechosas para un
determinado individuo cuando únicamente le afectan a él, terminan siendo
contraproducentes para esa misma persona si se generalizan. Eso ocurre en el
tema que nos ocupa. Para un empresario concreto puede ser interesante la
reducción de los salarios de sus trabajadores; pero si esa reducción salarial
se generaliza, es posible que la demanda descienda sustancialmente y que el
empresario no pueda vender sus productos, con lo que de nada le valdría
producir a costes bajos si no puede dar salida a lo producido. Ford lo
descubrió hace años, era conveniente pagar buenos sueldos a sus trabajadores,
sólo así comprarían sus coches.
De ese círculo es del que pretenden salir
los empresarios actuales con la
deslocalización. Ambicionan producir en países con salarios
reducidos y vender en otros en los que los salarios sean altos. Pero una vez
más la triquiñuela dará su fruto mientras no se generalice, porque si al final,
por miedo a la deslocalización, todos los países terminan teniendo salarios
bajos no habrá ningún lugar donde vender la producción.
Resulta difícil no sorprenderse ante ciertos
discursos. ¿Cómo es posible que hoy en día, en los inicios del siglo XXI, haya
tantas voces dispuestas a defender la conveniencia de que no exista el salario
mínimo y que sea el mercado el que lo fije? Ya en los finales del siglo XVIII,
en el propio parlamento inglés se comenzó a ver la necesidad de que los poderes
públicos estableciesen unas condiciones mínimas laborales que defendiesen al
trabajador, colocado en una situación de desventaja frente al empresario. Es
posible que la humanidad esté condenada a repetir los mismos errores, pero en
ese caso inevitablemente surgirán también los mismos resultados. La conclusión
por fuerza debe ser la
misma. Lo más irritante del neoliberalismo económico actual es
que sus defensores se niegan a ver adónde les conducen sus premisas, a la ley
de bronce de los salarios y al capitalismo salvaje del siglo XIX.