La
Ley de Acompañamiento
No faltan comentaristas empecinados en calificar el debate sobre los
presupuestos como el más importante
que se celebra
en Las Cortes. La experiencia, sin embargo, desmiente
año tras año esta afirmación. La escasa
concurrencia en los bancos del
Congreso puede deberse, en parte, a cierta irresponsabilidad de sus señorías, pero también y en mayor
medida, a que
éstos son conscientes
de la inutilidad
del propio debate.
La
vacuidad del debate proviene de
que
la mayoría de las partidas
de gasto y
su cuantía son fijas,
inamovibles, están determinadas por compromisos previamente adquiridos, y el margen discrecional, aquello que es
susceptible de cambio, es muy
reducido. Pero
es que, además,
las cifras presupuestarias aprobadas por el Parlamento
pueden ser modificadas a lo largo de
todo el año
por el Gobierno. La parte
discrecional puede variar radicalmente
de contenido. Los diputados saben muy bien, aún cuando a veces hagan teatro de cara a
sus electores, la escasa relevancia de las cantidades
que aparecen en el presupuesto
inicial, dada la facultad de que
dispone el Gobierno para modificarlas.
Si las
cifras importan poco, no ocurre
igual con las
medidas legislativas. Desde hace ya
bastante tiempo el Ejecutivo,
de uno o
de otro signo, ha empleado la Ley de
Presupuestos, dada su especial
sistema de tramitación parlamentaria, como principal
instrumento para cambiar todo lo
cambiable en el ordenamiento jurídico.
El Tribunal Constitucional se pronunció acerca
de lo irregular
de este comportamiento,
declarando que la Ley de
Presupuestos, en consideración al corto plazo en
que se aprueba,
no podía dar
cobertura a muchas de las
modificaciones legislativas que en ella
se introducían; pero, como quien hace la
ley hace también
la trampa, se creó la
Ley de Acompañamiento,
que como su
propio nombre indica acompaña a la Ley
de Presupuestos, siguiendo su mismo
trámite parlamentario.
Pero este
año se ha
dado un paso
más, los
aspectos más sustanciales de la ley,
aquellos que hacen referencia a los temas
fiscales, se han introducido como enmienda en el Senado,
con lo que
se ha burlado
el preceptivo Informe del Consejo
Económico y Social, y
en gran medida
el debate parlamentario.
Por enmienda
se ha introducido la modificación para
las empresas del régimen de tributación
de las plusvalías,
lo que va
a representar un ahorro de impuestos
entre los 250.000
y 300.000 millones de pesetas, destinados principalmente a los bancos y
grandes sociedades: Repsol,
Cepsa, Telefónica, BBVA, SCH, eléctricas, Iberia, Gas
Natural, Ferrovial, etcétera. También por enmienda,,
se incrementa la desgravación de los fondos de pensiones,
así como las
deducciones en razón de ayuda
familiar; unas y otras, al
recaer sobre un impuesto progresivo como el IRPF,
van a favorecer
principalmente a los contribuyentes de rentas altas
que son los
que lógicamente tienen un tipo
marginal mayor.
El Gobierno
pretende compensar la minoración en la recaudación, que todas
estas medidas van a producir,
por lo que
se ha visto
obligado a elevar otros impuestos. Echa mano
de la imposición
indirecta, mucho más injusta
que la directa
al no considerar
la capacidad económica del contribuyente. Mediante enmienda
en el Senado
se crea un
nuevo tributo sobre los carburantes, se inventan nuevas tasas y se elevan los impuestos
especiales sobre el alcohol y el
tabaco.
El recurso
a la sanidad
y a las autonomías
ha sido mera
demagogia. Si se
suben los impuestos indirectos, es por que antes
se han bajado
los directos y porque se
ha elaborado el presupuesto sobre un cuadro macroeconómico
que no resultaba creíble ni para
el propio Gobierno.
Es y era
evidente que el PIB no podía
crecer el 2,9%
en el año
2002. Pero el Ejecutivo se
negó a rectificar
las cifras.
Hoy no tiene
más remedio que modificar sus previsiones, pero lo hace en
una cuantía tan reducida que
se verá obligado
a una nueva
corrección en el futuro.