Falacias sobre la inflación

Pocos conceptos como el de la inflación han acaparado tal cúmulo de equívocos. Todos los años a la altura del mes de noviembre, momento en el que se calcula la compensación a los pensionistas por la diferencia entre la inflación real y la prevista,  es habitual que la mayoría de los medios de comunicación señalen que la desviación en los precios ha costado al erario público tantos millones de euros (la cantidad que hay que pagar a los pensionistas para actualizar sus prestaciones). Sin embargo, nada menos cierto.

Una inflación más alta que la prevista no solo no significa un mayor coste para el Estado, sino que incluso repercute positivamente en las arcas del Tesoro. La razón es bastante elemental: mientras que del lado de los gastos son contadas las partidas indiciadas -las pensiones y, como mucho, algunas inversiones-, en el terreno de los ingresos la casi totalidad de los epígrafes se incrementa al unísono de los precios; incluso a mayor ritmo que estos, debido a que los tributos suelen tener una elasticidad mayor que la unidad, lo que es tanto más cierto en aquellos casos en los que no se ha deflactado la tarifa de los impuestos progresivos. En suma, que la desviación en las tasas de inflación, lejos de repercutir negativamente en el presupuesto del Estado, tiene efectos positivos sobre el saldo presupuestario.

Lo mismo cabe afirmar respecto a los empresarios. También resulta habitual que los medios de comunicación anuncien que la diferencia entre la tasa de precios real y la prevista cuesta a las empresas una determinada cantidad de millones de euros, por la aplicación de la revisión salarial recogida en algunos convenios. Tampoco esto es cierto. Se olvidan de que, en líneas generales, los precios los marcan y los cobran los empresarios. Una mayor inflación se traduce en mayores ingresos para las empresas y las revisiones salariales absorben únicamente parte de estos ingresos, puesto que solo ciertos convenios prevén cláusula de revisión. Sin duda es cierto que el resultado será desigual. Algunos empresarios pueden salir perjudicados, pero la mayoría de ellos obtendrán mayores beneficios que si la desviación en los precios no se hubiese producido.

La última falacia en materia de inflación la ha acuñado hace unos días el presidente del Gobierno, al vanagloriarse de que los españoles iban a disponer de 8.000 euros más gracias a que la inflación en el 2007 iba a ser inferior a la del 2006 en 1,3 puntos. Incluso tuvo la osadía de concretar cuánto iba a  representar para cada persona (200 euros) y para cada hogar (450 euros).

En primer lugar, hablar de la inflación del 2007 es vender la piel del oso antes de cazarlo. Pero es que, además, la variación de los precios no modifica la renta nacional, sino el reparto; es decir, la parte de tarta que se lleva cada uno de los grupos. Únicamente cuando se trata de artículos extranjeros, el aumento de precios representa un empobrecimiento de la nación en su conjunto. Es posible que el presidente del Gobierno estuviese pensando en los pecios del petróleo, pero entonces no puede hablar de que los españoles ganamos, sino más bien de que, debido a una evolución favorable del coste de los hidrocarburos, nos empobreceremos menos que el año pasado. En cualquier caso, no se entiende qué tiene que ver esto con los logros sociales del Gobierno.

La inflación puede cambiar la redistribución de la renta, beneficia a unos y perjudica a otros en función de la evolución de  precios relativos. A los trabajadores lo que en realidad les importa no es tanto la tasa de inflación cuanto la relación entre ésta y los incrementos de los salarios. Aquí sí que tiene que ver la política económica del gobierno de turno. Pero es precisamente en esta materia en la que no se pueden echar las campanas al vuelo, ya que el aumento de los salarios no llega ni a cubrir la subida de los precios, con lo que los trabajadores no participan en absoluto del crecimiento de la economía del que tanto nos vanagloriamos.