Campeones
nacionales
Allá por 1986 cuando el Instituto Nacional
de Hidrocarburos (INH) sopesaba convertirse en lo que hoy es Repsol, era yo
consejero de aquella entidad. Como se pretendiese justificar en el Consejo tal transformación
por la conveniencia de salir a bolsa, se me ocurrió inocentemente inquirir
acerca de la razón de tal necesidad. El entonces presidente, con la petulancia
de los nuevos conversos al neoliberalismo económico, me contestó, muy seguro de
sí mismo, que existían dos razones: la primera, obtener financiación; la
segunda, que los mercados fuesen jueces de nuestra buena o mala gestión.
Ya en aquellos momentos me pareció
disparatada
El segundo motivo resultaba aún más jocoso.
La bolsa está sometida a toda una serie de variables y factores aleatorios, que
no suelen obedecer precisamente a la máxima racionalidad. La mayoría de las
veces, el valor en bolsa de las empresas tiene poco que ver con su valor real,
y sus modificaciones dependen a menudo de operaciones especulativas o de
actuaciones puntuales: OPAS, fusiones, absorciones, etcétera. Pero es que,
además, en ciertos sectores de servicios en los que está ausente la
competencia, los beneficios de las empresas son con harta frecuencia totalmente
independientes de la buena o mala gestión. Constituir a la bolsa en juez de la
adecuada administración es una ingenuidad difícil de entender.
Bajos estos supuestos y el de la milonga del
capitalismo popular, se inició la segunda fase de las privatizaciones en
España. Hasta entonces, con mejor o peor criterio, las privatizaciones habían
obedecido a motivos estratégicos: empresas en pérdidas que para ser viables
precisaban de reconversión y entrar en la órbita de otras de superiores
dimensiones, en la mayor parte de los casos, extranjeras. En la segunda fase,
el proceso fue muy distinto. Ahora se
transferían al sector privado sociedades sumamente rentables con mercados
cautivos y sin ningún riesgo. No puede causar extrañeza, por tanto, que fuesen
ambicionadas por el capital privado.
En 1988 se sacó a bolsa el 25% de Endesa,
una sociedad que al igual que Repsol, CAMPSA, ENAGAS o Telefónica,
suministraban al fisco importantes beneficios. A lo largo de los años
siguientes, el resto de capital de la primera eléctrica del país pasó a manos
privadas. Los últimos acontecimientos, con OPAS y más OPAS, están sin duda
dejando en claro para el que quiera verlos distintos aspectos de la realidad
económica. En primer lugar, el expolio que han representado para el conjunto de
la sociedad española privatizaciones como
En segundo lugar, se hacen patentes las
contradicciones de ciertos discursos. Cómo casar el empeño actual en contar con
campeones nacionales con la filosofía de las privatizaciones defendidas en el
pasado. La única manera de asegurar que estas empresas fuesen nacionales y, lo
que es más importante, que antepusieran
el interés general al puro lucro privado -porque si no, qué
nos importa que sean nacionales-, habría sido no
haberlas privatizado. Es contradictorio defender que el capital no tiene
nacionalidad y que debe moverse libremente con la pretensión más tarde de
controlarlo y hablar de empresas nacionales y extranjeras.
Discurso contradictorio es el de algunos
campeones del neoliberalismo -o neoliberales
conversos, que para el caso es lo mismo- que gritan y se
esfuerzan para que el Gobierno defienda en el extranjero a multinacionales como
Repsol, pretendiendo convencernos de que los intereses de estas sociedades
coinciden con el interés de la economía española. Deberíamos empezar a
aclararnos.
Las últimas movidas bursátiles en el sector
eléctrico han dejado también al descubierto la ingenuidad fundamentalista de
algunos. El presidente de la patronal, al ser preguntado sobre el affaire, exultante por lo que estaba
ocurriendo, prorrumpió en alabanzas acerca de la libertad financiera y denominó
bendito al mercado como si de una jaculatoria se tratase. Tal explosión de
alegría sólo tiene fundamento si uno se encuentra entre los agraciados con
suficientes recursos para invertir en bolsa cantidades significativas. En el
mercado los únicos que gozan de liberad son los entrecanales, florentinos, botines, fernándos
martín y algunos pocos más. Todo el juego depende
de ellos. Los demás son simples comparsas, espectadores pasivos, que ganan o
pierden según celebren el partido los actores principales o bien dispongan de
información privilegiada de por dónde van a decantarse éstos.
El llamado capitalismo popular es uno de los mayores embustes del
neoliberalismo económico. Creado con el único objetivo de buscar la complicidad
de un número mayor de ciudadanos, insuflándoles el espejismo de que porque
posean unas pocas acciones de las empresas sus intereses son los de ellas y los
de sus grandes accionistas o gestores. De nada les vale ganar unos cuantos
euros en bolsa si la contrapartida va a consistir en mayores gastos al consumir
los servicios que esas sociedades proporcionan. Que nadie se llame a engaño, alguien
va a pagar las revalorizaciones que las OPAS están generando en el sector
eléctrico, y ese alguien no puede ser más que los consumidores a través de las
tarifas y una mayor concentración en el mercado.