Precios
libres
Recientemente, una cadena de
emisoras de ámbito nacional ha venido denunciando los precios desmedidos que se
cobran por los bienes y servicios en las distintas tiendas de los aeropuertos
españoles. Es un problema viejo, pero no por eso menos indignante, que con
mayor o menor frecuencia todos padecemos. El que más y el que menos se ha
sentido estafado al pagar por cualquier consumición en un quiosquillo del
aeropuerto el triple de lo que abonaría en la calle en una cafetería de lujo.
Pero el tema no pasaría de aquí, uno de
tantos atropellos a que está sometido el consumidor, y no merecería el
comentario de un artículo si no fuese por la contestación que el vicepresidente
económico parece que ha dado al planteársele la cuestión. "Los precios son
libres" con tal respuesta ha despachado el asunto y se ha quedado tan
fresco. La anécdota pasa entonces a la condición de categoría.
Porque uno de los grandes problemas que acucian a la economía española es
precisamente permitir precios libres en mercados cautivos, carentes de toda
competencia. No hay que ser economista, ni siquiera poseer
un coeficiente intelectual muy elevado para comprender que,
en ausencia de regulación y cuando el número
de establecimientos es limitado, como ocurre en los
aeropuertos, las empresas fijarán precios abusivos.
Algo similar
sucede, a otro nivel, en la mayoría de los sectores estratégicos. La electricidad, el gas,
los derivados del petróleo,
ciertos transportes, entidades financieras, las comunicaciones, y un largo etcétera, constituyen oligopolios, cuando no monopolios; mercados que no
cumple las condiciones de libre competencia, y lo que aún es
más importante, muchos de
ellos por su
propia naturaleza, jamás las
cumplirán. Pretender libertad de precios
y una total ausencia de regulación estatal, conduce inexorablemente a entregar dichos sectores a las
grandes compañías, que fijarán los
precios de forma abusiva para obtener la máxima
rentabilidad.
Los precios
interiores soportarán todo, no sólo
los enormes beneficios de los accionistas, sino también los
sueldos desproporcionados de los altos
ejecutivos, incluso las pérdidas
que se pudiesen
producir en cualquier aventura inversora en el extranjero diseñada por algún
administrador imaginativo.
Es en
esta deficiencia de nuestra estructura
productiva en la que hay
que situar la causa de que
las tasas de
inflación sean, en España, permanentemente superiores a las
del resto de
los países europeos, a
pesar de la
común política monetaria. El problema de
la inflación en nuestro país no radica tanto en
la magnitud absoluta de sus
cifras como en esta diferencia
con Europa, que en un sistema
de tipos fijos de cambio, tal
como el de
la zona euro, nos hace
perder competitividad año tras año.
La inflación
española no puede fundamentarse tampoco en la
falta de moderación
salarial. Todo lo contrario.
En el año 2000
los trabajadores, lejos de apropiarse
de parte de
los incrementos de la productividad, han visto cómo
se reducía su salario real
en 1,7%
y perdían poder
adquisitivo. Son, por tanto,
los beneficios empresariales los causantes, en gran medida, de
la inflación. No podía ser
de otra manera,
cuando sectores importantes de la economía quedan
cautivos de muy pocas empresas, y el Estado renuncia a todo tipo
de regulación.
Somos presa de una filosofía
económica, en gran medida simplona, que ha confundido
privatización con liberalización y que piensa que
basta que las
empresas sean privadas para que surja la libre
competencia. Lo único conseguido
ha sido cambiar
monopolios públicos por oligopolios privados, situación
a todas luces
peor, puesto que sobre el
Estado, mal
que bien, poseemos
algún control; ninguno sobre las empresas privadas.