¡Qué
error! ¡Qué inmenso error!
Nadie se atreve a decirlo, pero cada vez somos más los que lo pensamos.
¡Qué error!, ¡qué inmenso error se cometió al diseñar el Estado de las
autonomías! Lejos de solucionarse los dos problemas que entonces supuestamente
existían, se han creado otros quince y se han agravado aquellos dos problemas
originales. Habrá que comenzar a decirlo.
Y es que se pretendió realizar un experimento nuevo, sin precedentes.
Hasta ese momento se conocían dos maneras de crear un Estado federal. La
primera por la unión de distintos Estados independientes que para ganar en
fortaleza y eficacia ceden progresivamente competencias a
Porque el verdadero problema radica en que el proceso, lejos de converger
en una situación de equilibrio, diverge de forma explosiva, sin límites y sin
fin. Bajo una fuerza centrífuga, las nuevas comunidades creadas reclaman más y
más competencias sin posibilidad de término. Es más, ha surgido en cada una de
ellas una clase política cuyos intereses, prestigio y poder están unidos al
proceso autonómico. Serán tanto más importantes cuanto más
competencias logren para su autonomía; de ahí el interés de estimular en
la población sentimientos nacionalistas y provincianos, creándolos en algunas
regiones que jamás los habían albergado y, en otras donde ya existían,
exacerbándolos hasta un extremo desconocido.
Estas clases políticas funcionan como verdaderos sindicatos de intereses.
Diecisiete sindicatos instalados permanentemente en la reivindicación frente al
gobierno central, sin darse cuenta de que, en el fondo, los intereses de éste
no difieren de los del conjunto de las autonomías. Existe un sistema de suma
cero en el que lógicamente lo que unas ganen las otras lo perderán.
No se entiende por qué la transferencia de competencias incrementa el
autogobierno, ¿es que acaso el gobierno central no es también autogobierno o es
que en un ayuntamiento hay más autogobierno que en una autonomía y en ésta más
que en
Los problemas sociales y económicos han sido desplazados por el problema
autonómico. ¿Cuánto tiempo hace que los medios de comunicación dan un trato de preeminencia absoluta a este tema relegando a un lugar
secundario cualquier otro asunto? La lucha de clases se ha sustituido por la
guerra entre regiones. El pluralismo no es ideológico sino territorial. Y las
disputas pueden tener un alto grado de ofuscación y parcialidad. Si no, ¿cómo
explicar que Cataluña y el País Vasco adopten tamaño victimismo y consideren
que el resto de las autonomías, curiosamente las más pobres, les explotan?
Y lo más grave es que en este disparatado espectáculo la izquierda
también juega y asume un papel nada lucido. La propuesta de financiación recientemente
presentada por el tripartito para Cataluña se basa en un principio que debería
ser inaceptable para cualquier fuerza progresista y que incluso creíamos ya
abandonado por todos en la esfera política, la de que aquellos que más
impuestos pagan tengan que recibir mejores servicios. Ese es un axioma del
mercado que precisamente toda Hacienda Pública pretende corregir. Cataluña no
paga más que Andalucía, son los catalanes los que quizás paguen por término
medio más que los andaluces, pero simplemente porque, también por término
medio, su renta es mayor.
La propuesta de que sean las regiones las que contribuyan al Estado
central se da tan sólo en los primeros momentos de un proceso federal o
confederal. A poco que avance la integración, la federación contará con sus
propios impuestos. En
Que el proceso es explosivo se constata de forma palmaria en cuanto se
contemplan los términos de las negociaciones autonómicas. Siempre se parte de
lo conseguido como suelo ya consolidado y se negocia más a más, jamás a menos.
Quizás ya es hora de plantearse si el menos no es también posible.