El impuesto religioso
Los obispos están estos días de campaña; no se trata
de ninguna misión ideológica, sino tan solo de una operación publicitaria. Han
descubierto el marketing. Tratan de convencer al personal de que ponga la cruz
en la casilla correspondiente a la Iglesia en la declaración de la renta. Hasta
el embajador español en la Santa Sede se ha puesto a la tarea. El empeño se
basa, por una parte, en persuadir del gran servicio que la Iglesia presta a la
sociedad –¿será por la COPE?–, y, por otra, en
transmitir la creencia de que al contribuyente no le cuesta nada.
El obispo de Alcalá de Henares ha afirmado que,
desde enero, el Estado no aporta ni un euro a la Iglesia, y para mayor
aclaración insiste: “La Iglesia no está pidiendo a la gente un euro más, tan
solo que ponga una cruz y no por eso les va a suponer más dinero”. Todo este
tema se basa en una gran mentira y en cierto espejismo. Es la misma confusión
que subyace en casi todos los sofismas que se utilizan en economía: olvidarse
del coste de oportunidad, es decir, de que los recursos empleados en una
finalidad no podrán ser utilizados en otro objetivo.
La aportación a la Iglesia, sea por el procedimiento
que sea, consume fondos que no podrán destinarse a otras aplicaciones. Al
final, el Estado precisará crear nuevos impuestos o elevar los existentes si
quiere acometer tales gastos. En definitiva, todos, hayamos o no hayamos puesto
la cruz, terminaremos afrontando un mayor gravamen. Aquí precisamente se
encuentra la trampa del actual procedimiento: en que no solo van a pagar más
aquellos que señalen la casilla de la Iglesia, sino todos los contribuyentes,
ya sean católicos o infieles. Una minoría dispone de lo que es de la totalidad.
Cosa muy distinta sería si la aportación, aun cuando el Estado hiciera de
recaudador, fuese adicional a la cuota del impuesto sobre la renta, y recayese
exclusivamente sobre los que la aceptasen voluntariamente.
El mismo razonamiento se podría aplicar a la casilla
de las ONG. La aportación tampoco es gratuita y los recursos canalizados hacia
ellas no podrán utilizarse en aplicaciones alternativas.
Se argumenta que tanto la Iglesia como las ONG
acometen obras benéficas de gran valor social. Aquí también existe una
confusión, al menos en cuanto a la Iglesia, porque es mínima la parte de la
aportación que se dedica a estos menesteres. La casi totalidad de los recursos
se destina a lo que en otros tiempos se llamaba “sostenimiento de culto y
clero”. Las obras sociales o las asociaciones eclesiales dirigidas a esta
finalidad, incluyendo Cáritas, tienen otras fuentes de financiación y reciben
otras subvenciones del Estado, entre las que se encuentran las procedentes de
la casilla del impuesto sobre la renta dirigida a las ONG de las que ahora
estamos hablando.
Habría que preguntarse, además, por qué tareas
sociales que van a financiarse por el Estado deben ser gestionadas por
asociaciones y organizaciones, entre ellas la Iglesia, privadas, a las que se
está concediendo un poder delegado difícil de controlar.
El colmo de la distorsión sucede cuando monseñor
Catalá, prelado de la diócesis de Alcalá, desconfiando de las cuentas públicas
se queja de que no existen controles para conocer con certeza y objetividad la
cantidad que resulta de las señales realizadas en las declaraciones del IRPF, y
que debe aportarse a los obispos. Monseñor Catalá considera tal cantidad como
recursos propios de la Iglesia, cuando, se disfrace como se disfrace, es una
donación que la Hacienda Pública, y por tanto todos los españoles, realizan a
aquella, lo cual no parece muy acorde con un Estado aconfesional. En todo caso,
es el Estado el que debería controlar de qué modo utilizan, tanto la Iglesia como
las ONG, dichos recursos.
Monseñor Catalá se ha jactado de que los obispos y
sacerdotes son mileuristas, y puede ser que tenga
razón, pero la causa habrá que buscarla seguramente en su reticencia a
incorporarse a la vida civil con una actividad profesional normal y a que los
creyentes parecen no estar dispuestos a financiar sus servicios, con lo que es
preciso interrogarse sobre si el número de fieles de verdad no es mucho más
reducido que el de las estadísticas oficiales. La jerarquía eclesiástica quiere
vivir en una ficción, la de que la mayoría de los españoles son católicos; son
tan católicos que los obispos saben que solo mediante la coacción del impuesto
religioso están dispuestos a sostener económicamente a la Iglesia, por eso
recurren al Estado.