Aznar
y la telebasura
Estuvo muy inspirado el presidente del Gobierno en
sus declaraciones a Onda Cero en relación con la telebasura. Yo subscribiría
casi por completo todas sus afirmaciones: “Gente que no se sabe quién es ni de
dónde ha salido, contando miserias, insultándose de la manera más descarada,
aireando todo tipo de intimidades”. La situación creada en las televisiones es
ciertamente demencial. Y lo grave es que la degradación en la pantalla es,
quiérase o no, muestra de hasta qué punto nuestra sociedad se va degradando.
Todo muy bien dicho, para aplaudir. Sólo existe un
pequeño problema, que quien tales cosas dice resulta ser el presidente del
Gobierno. Y ha sido principalmente durante sus siete años de mandato cuando las
televisiones han llegado a tal grado de degeneración. Acusar a los empresarios
o a los profesionales, y pretender que se autolimiten
y regulen es un canto al sol carente de sentido, especialmente cuando se
defiende, como lo hace el PP, un modelo netamente liberal.
Desde el
Gobierno se arremete también contra las empresas petroleras por lo elevado del
precio del gasóleo. Pero, ¿por qué razón los empresarios van a bajar el precio
si así ganan más dinero? Los nuevos liberales son ideológicos, no científicos,
más bien conservadores dogmáticos, su opción está basada
en la pura conveniencia, intereses de clase, es prerracional
y olvidan por tanto los principios teóricos en los que se fundamenta la
doctrina que dicen defender.
Adam Smith,
padre del liberalismo, se expresaba de esta manera: “No es la benevolencia del
carnicero, el cervecero o el panadero la que nos procura nuestra cena, sino el
cuidado que ponen ellos en su propio beneficio. No nos dirigimos a su humanidad
sino a su propio interés y jamás les hablamos de nuestras necesidades sino de
sus ventajas”. Y poco más tarde se refiere a la mano invisible que “lo conduce
a promover un objetivo que no entraba en su propósito”. Y continúa “al
proseguir su propio interés fomentará el de la sociedad mucho más eficazmente
que si de hecho intentara fomentarlo”.
En la
actual organización económica resulta bastante difícil suscribir tales
principios; de hecho, hace ya muchos años, incluso siglos, que se pusieron en
cuestión, y se vio la necesidad imperiosa de que el poder político y el Estado
regulasen los mercados e interviniesen activamente en la economía. El
neoliberalismo económico pretende retornar ahora a los postulados de Adam
Smith. Aceptan con regocijo las desigualdades económicas que se derivan de este
sistema, pero en ocasiones se escandalizan de las monstruosidades que engendra.
No podemos
desregular el mercado de los hidrocarburos y
privatizar las empresas públicas, alardeando de los inmensos beneficios
que iba a comportar para el consumidor tal liberalización y después recurrir a
la benevolencia de las empresas petroleras para que bajen los precios del
gasóleo. ¿Por qué lo van a hacer si constituyen un oligopolio, la demanda es
rígida y pueden por tanto obtener muchos más beneficios si mantienen altos los
precios?
¿Cómo
acudir a la benevolencia de las empresas de televisión para que no emitan
telebasura, si tales programas son los que maximizan sus cuentas de resultados?
¿Por qué responsabilizarlas? En el sistema capitalista, las empresas, que yo
sepa, no tienen una finalidad ética sino crematística. ¿Y los profesionales?
¿Acaso pueden escoger, en muchos casos, el programa y el trabajo que les gusta?
Y de cualquier modo, ¿no tienen derecho también a perseguir su máxima
rentabilidad? La responsabilidad hay que buscarla mayormente en una ideología
que ha promovido la desregulación de los mercados y en los gobiernos que,
siguiendo tales directrices, han abdicado de sus funciones.
“Yo soy partidario,
probablemente más que nadie de la libre competencia... pero la competencia debe
tener sus límites”, confesó el presidente del Gobierno a Luis del Olmo. Un poco
tardío el hallazgo. Eso ya lo descubrieron otros hace ya muchos años, más de un
siglo: que es imprescindible poner límites a la competencia y al mercado, que
la libertad económica no es distinta a cualquier otra libertad y que necesita
de regulación. La libertad de unos choca con la de otros, y su concesión de
forma absoluta a unos pocos conlleva hacerla inviable para la gran mayoría.
La telebasura es la expresión de
la transmutación de valores que se ha producido en la sociedad y uno de los
resultados de haber dejado en total libertad y sin regulación un sector
económico estratégico y esencial para la democracia y la cultura, como es el de
la información. Pero aún hay algo peor. La configuración de este sector como
oligopolio permite que la información y la opinión estén en muy pocas manos, en
poder de las fuerzas económicas, y en aquellas en las que éstas deleguen. Su
manipulación genera una telebasura infinitamente peor y más peligrosa que la
que denuncia Aznar. Peligrosa porque, dado el poder de los medios, se puede
ahormar a la carta la opinión pública. Lo que está en juego es nada más y nada
menos que la veracidad del sistema democrático.