¿Qué
se nos ha perdido en el Líbano?
Tras el atentado
sufrido por nuestras tropas en el Líbano, todo se ha vuelto para unos buscar
semejanzas con Irak, y para otros, remarcar las diferencias. En este juego no
solo han entrado las formaciones políticas, sino también, y si se quiere con mayor ahínco, los llamados
comunicadores, vulgo “periodistas independientes”.
Unos se lanzan a la ardua tarea de
demostrarnos que el caso del Líbano es semejante al de Irak y a señalar por
tanto la inconsistencia del Gobierno que hizo bandera política de la retirada
de las tropas de este país, mientras las enviaba a Afganistán y al Líbano. Le
acusan de hipócrita por querer disfrazar de empresas de paz lo que son meras operaciones bélicas. Otros, por
el contrario, se empeñan en colocar lo del Líbano en las antípodas de Irak. Con ese fin, trazan una pintura idílica de las operaciones internacionales en las que intervienen nuestros soldados.
Todo son misiones de paz y actuaciones humanitarias.
En realidad, como ocurre casi siempre, los
dos bandos tienen razón y ninguno de ellos la tiene por completo. Las semejanzas existen, pero también son importantes
las diferencias. Pretender igualar la barbarie de Irak a cualquier otra misión
en el extranjero es pura demagogia. De Irak ya se ha dicho y escrito
suficiente. Pasará a los anales de la Historia como uno de los ejemplos más
claros de terrorismo de Estado y de despotismo internacional. Sin razón
plausible, como no fuesen motivos económicos o los destellos fanáticos de un
político megalómano, se ha invadido un país, se ha masacrado a su población, se
han destruido sus edificios, infraestructuras y economía, y si bien es verdad
que se ha derrocado un régimen tiránico, no es menos cierto que ha sido para
sustituirlo por otro aún peor, mezcla de ocupación extranjera y anarquía,
abocado en el futuro sin remedio a la guerra civil.
No, no hay nada que pueda disculpar la
barbarie de esta guerra, y se engañan quienes piensan que la justifican al exagerar
los elementos de comparación con otras misiones militares. Lo más que pueden
lograr es mostrar la sinrazón o injusticia de éstas, pero sin reducir en absoluto la iniquidad de aquella.
Sea cual sea la opinión que pueda merecer el Gobierno de Zapatero, siempre
habrá algo que pueda contabilizar en su haber: la retirada de las tropas
españolas de Irak.
Pero, dicho esto, tampoco se puede trazar
una línea divisoria tan radical que coloque a unas y otras misiones en campos
opuestos, presentando como gestas gloriosas cualquier misión en la que participen actualmente las fuerzas
armadas españolas, pretendiendo legitimarlas por el hecho de que se participe
bajo la bandera de la OTAN o de las Naciones Unidas. Sin duda que no todas las
misiones internacionales son iguales, pero, unas más otras menos, todas tienen
algún parecido. Por lo menos existe algo en que coinciden. En todas ellas cabe
hacerse las mismas preguntas: ¿Qué pintan nuestros soldados en
ellas?, ¿qué se nos ha perdido a los españoles en Irak, en Kosovo, en
Afganistán o en el Líbano?
España, para bien o para mal, no decide nada
en el orden internacional. Todos estos conflictos se solucionan o enconan al
margen de nuestra decisión o voluntad. Si son otros los que imponen sus
designios, parece lógico que sean también ellos los que asuman sus
consecuencias. Uno de los enormes engaños de la realidad mundial es considerar
dotado de legitimidad todo aquello que aprueban las Naciones Unidas, pasando
por alto el enorme déficit democrático que existe en esta organización. En la
última cumbre europea Blair lo dejó muy claro. No estaba dispuesto a que el
ministro de Asuntos Exteriores comunitario -o como se le quiera
llamar- sustituya a los representantes de los
países miembros que pertenecen al Consejo de Seguridad. Lo de Europa está muy
bien, pero decidir y mandar corresponde a los de siempre. Pues que sean ellos
los que asuman las consecuencias y corran con el coste.
En realidad el único que decide es Estados
Unidos. A veces cuenta con la complicidad de las otras grandes potencias que
conforman el Consejo de Seguridad. Entonces se afirma que la operación se lleva
bajo los auspicios de las Naciones Unidas. A menudo, la aquiescencia no es
total y entonces es la OTAN la que da cobertura. En
otras ocasiones, el Gobierno americano actúa en contra de la opinión del resto
de potencias y, como en el caso de Irak, tiene que acudir a su perro fiel, Gran
Bretaña, y a algún que otro títere como el Gobierno de España satisfecho tan
solo con tratar de igual a igual -burdo espejismo-
al amo del mundo.
España no pinta nada
ni en Irak ni en Bosnia ni en Afganistán ni en el Líbano. Todas estas misiones
tienen mucho de ocupación extranjera, actuando con frecuencia suciamente y además en función de decisiones muy
discutibles y en las que nuestro país apenas ha participado, pero que le
convierten en cómplice desde el mismo instante en el que colabora en ellas. Acaso podemos olvidarnos de los
famosos efectos colaterales, expresión acuñada
por la OTAN y su secretario general en Bosnia. Afganistán, dígase lo que
se diga, no es muy diferente a Irak. En ambas contiendas se ha destruido un
país, sin que por ahora se vea cuál va a ser
El caso del Líbano, en cambio, es muy
diferente de los dos anteriores. Pero difícilmente se puede hacer de él una gesta heroica y afirmar que
se encuadra en la más estricta legalidad internacional. La legalidad
internacional es una utopía; si existiese, se habría obligado a Israel a
detener la ofensiva mucho antes, se le habría exigido costear por completo la
reconstrucción del Líbano e incluso se juzgaría por genocidio a sus dirigentes.
Hoy, lo único consistente en la escena
internacional es la voluntad del imperio. De hecho, la ofensiva de Israel sobre
el Líbano terminó cuando EEUU lo juzgó conveniente; tan solo entonces, con las ansias de venganza de Israel
saciadas, EEUU contuvo su doberman y se pusieron en
marcha los aguerridos cruzados de la ONU, de los que nuestras fuerzas armadas
forman parte. ¿Acaso puede extrañarnos que Hezbolá
considere a los cascos azules combatientes extranjeros al servicio de Israel y
de EEUU?
Es inevitable hacerse la siguiente pregunta:
¿Hasta qué punto en esas mal llamadas misiones internacionales de paz –incluso
las que como en el caso del
Líbano pueden resultar más justificables- no se está haciendo
el juego al imperio americano? Si EEUU tuviese que afrontar en solitario las
consecuencias de sus decisiones y acciones, tal vez se vería obligado a
sopesarlas más. Quizás, si hubiese tenido que permanecer en solitario en Bosnia
y en Afganistán, no hubiese podido acometer la invasión de Irak.
Resulta sorprendente
la retórica hueca y empalagosa que rodea el discurso acerca de las misiones
internacionales. Para unos, misiones de paz, humanitarias, de ayuda a la reconstrucción
de otros países; hasta el mismo nombre, “misiones”, tiene connotaciones
altruistas. Para otros, los cascos azules son nuevos cruzados que van a
defender los valores de la civilización occidental amenazados por las hordas de
infieles que intentan destruirlos. Ni unos ni otros escatiman elogios y
aplausos a los soldados que las componen. En la más pura tradición militarista,
hablan de orgullo, de grandeza, de heroísmo, pero ninguno de los que así se
expresan desean tales dignidades para sus hijos, por eso se ha implantado con
el beneplácito general el
ejército profesional. Tamaños honores se reservan para los que no tienen oficio
ni beneficio y como última solución deben enrolarse en el ejército. Siempre nos quedarán los emigrantes. La
hipocresía de nuestro discurso queda bien patente ante el desatino de que tres
colombianos tengan que morir en el Líbano alistados en el ejército español.
¿Qué se nos ha perdido en Líbano? y, sobre todo, ¿qué se les había perdido a
los tres colombianos?