Alegría, nos
bajan las pensiones
La
teórica derecha nunca hubiera osado acometer los recortes sociales que está
realizando la teórica izquierda, e incluso últimamente con la complicidad de
los sindicatos. ¿Podemos imaginar lo que hubiese ocurrido si hubiese sido un
gobierno del Partido Popular el que hubiera tomado las medidas que en estos
momentos está adoptando el PSOE? ¿Qué manifestaciones se habrían producido?
Seguro que el resultado de la huelga general habría sido muy distinto y la
postura de ciertos periódicos también.
La
última reforma ha sido la de las pensiones. Reforma claramente antisocial, ya
que la única finalidad se circunscribe a reducir la cuantía de
Por
otra parte, el gasto en pensiones en España es bastante inferior al de los
países de nuestro entorno. Dedicamos a esta partida un 9 por ciento del PIB,
mientras que la media de la Eurozona se sitúa en un 12 por ciento; Francia 13,3
por ciento; Italia 14,6 por ciento; Alemania 12,4 por ciento; Austria 13,8 por ciento. Hasta Polonia y
Portugal dedican un porcentaje mayor: 11,6 y 13,1 por ciento, respectivamente.
Es más, en España la parte del PIB que se dedica a pensiones se ha reducido del
10,3 por ciento en 1993 al 9 por ciento en 2007. Contemplando estas cifras,
resultan carentes de sentido y desproporcionados las peroratas catastrofistas
sobre el futuro del sistema público de pensiones.
Todos
esos discursos suelen basarse en el aumento de la esperanza de vida, en la
pirámide de población, y en la proporción entre activos y pasivos. En primer
lugar, hay que decir que no se ha cumplido ninguna de las proyecciones y
previsiones que durante años han venido realizando de forma interesada sobre
esta materia los distintos servicios de estudios de las entidades financieras.
Fenómenos como la inmigración o la incorporación de la mujer al mercado laboral
no se han tenido en cuenta. Pero en segundo lugar, y ello es lo más importante,
no son estas variables las que hay que considerar para ver si es o no viable el
sistema público de pensiones. Las magnitudes cuya evolución hay que contemplar son la renta per
cápita o la productividad del factor trabajo. Si la renta per
cápita crece, no hay motivo, sea cual sea la pirámide de población, para
afirmar que un grupo de ciudadanos (los pensionistas) no pueden seguir
percibiendo la misma renta. Si la renta per cápita
aumenta, las cuantías de las pensiones no sólo deberían no reducirse sino que
tendrían que incrementarse por encima del coste de la vida.
El
tema de las pensiones hay que plantearlo en términos de distribución y no de
carencia de recursos. En los últimos treinta años la renta per
cápita se ha duplicado y es de esperar que en el futuro continúe una evolución
similar. Si es así, resulta absurdo afirmar que no hay recursos para pagar las
prestaciones de jubilación, todo depende de que haya voluntad por parte de la
sociedad, y especialmente de los políticos, de realizar una verdadera política
redistributiva. Sólo el hundimiento de la economía podría poner en peligro real
el sistema de pensiones. Pero entonces no serian solo los jubilados los que
tendrían problemas.
Es
curioso que la cuestión se haya planteado siempre desde el lado del gasto para
reducirlo, y nunca desde la óptica de los ingresos para incrementarlos; más
bien todo lo contrario, de cuando en cuando surgen presiones para disminuir las
cotizaciones sociales. En primer lugar cabría desplafonar
la cotización máxima. No es lógico que un presidente de un banco cotice igual
que un técnico medio. Pero existe un factor más importante aún, y es que en
ninguna parte está dicho que las pensiones tengan que financiarse
exclusivamente con las cotizaciones sociales. En cierta forma, el culpable ha
sido el Pacto de Toledo con su famosa separación de fuentes, que ha dado lugar
al equívoco de entender que
Las
transformaciones en las estructuras sociales y económicas comportan también
cambios en las necesidades que deben ser satisfechas y, por ende, en los bienes
a producir. Es muy posible que la decisión que adopte el mercado referente a
estos no se adapte -en contra de lo que piensa el liberalismo económico- a las
verdaderas necesidades ni en su composición cualitativa ni cuantitativa. La
vida urbana y el trabajo en el sector industrial y en el de servicios conllevan
a su vez nuevas contingencias o, al menos, más acusadas que en el mundo rural.
La incorporación de la mujer al mercado laboral y el aumento en la esperanza de
vida generan nuevas necesidades y exigen por tanto la dotación de nuevos
servicios.
Hace
ya tiempo que Galbraith anunciaba que todos estos cambios demandaban una redistribución
de los bienes a producir y en consecuencia, a consumir, a favor de los llamados
bienes públicos y en contra de los privados. Habrá quien diga que estos bienes
y servicios, incluso las pensiones, los puede suministrar el mercado. Pero tal
aseveración significa en realidad privar a la mayoría de la población de ellos.
Muy pocos ciudadanos en este país podrían permitirse el lujo de costear todos
estos servicios, incluyendo la sanidad, con sus propios recursos. ¿Cuántos
españoles tienen capacidad de ahorro en cuantía suficiente para garantizarse
una jubilación digna? La única dificultad se encuentra en que, bajo el imperio
del neoliberalismo económico, la tendencia es
El
pronosticado envejecimiento de la población de ninguna manera hace insostenible
el sistema público de pensiones, pero sí obliga a dedicar un mayor porcentaje
del PIB no sólo al gasto en pensiones, sino también a la sanidad y a los
servicios de atención a los ancianos. Detracción por una parte perfectamente
factible y, por otra, inevitable si no queremos condenar a la marginalidad y a
la miseria a buena parte de la población, precisamente a los ancianos; una
especie de eutanasia colectiva.