Salir
del euro
Frente a una visión ingenua de la crisis, la
expuesta por Zapatero en el programa televisivo “Tengo una pregunta para
usted”, según la cual todo se achaca a las hipotecas subprime
y al mal funcionamiento del sistema financiero de EEUU, se alzan otras voces
con un análisis más serio que consideran los anteriores acontecimientos tan
solo como el detonante, y que sitúan la causa de la crisis en las enormes
contradicciones acumuladas por un sistema económico, el neoliberal, que hace
agua por todas partes y que en España ha creado unos desequilibrios
devastadores.
Entre estas últimas voces se encuentra la
del premio Nobel Paul Krugman que sugiere que el euro
no es una buena idea para España. Compara a nuestro país con Florida, pero, a
diferencia del estado americano, España no posee una unión política que le
respalde, puesto que ni Europa ni la Unión Monetaria lo son. En Europa no
existe tampoco un mercado integrado como el de EEUU.
Para algunos, lo dicho por el premio Nobel
no constituye ninguna novedad. Hemos criticado reiteradamente Maastricht y el
proyecto de Unión Monetaria tal como se concibió. La pretensión de mantener una
moneda única entre países muy heterogéneos, sin otros lazos de unión más que
los de la libre circulación de mercancías y de capitales y de un remedo de
presupuesto, no podía funcionar. La falta de integración en el mercado laboral,
en la protección social y en el propio sistema tributario y presupuestario
hacen casi imposible el mantenimiento a largo plazo de un tipo de cambio fijo y
sin posibilidad alguna de ajuste, tal como se configura en la Unión Monetaria.
Con anterioridad a la creación del euro, el
Sistema Monetario Europeo había lanzado ya un mensaje de advertencia en el año
93. Las monedas fueron incapaces de mantenerse en el margen al que se habían
comprometido. Concretamente en España, el déficit por cuenta corriente alcanzó
el 3% del PIB, lo que nos parecía en ese momento un nivel insostenible. La
peseta no aguantó la presión y el entonces ministro de Economía y Hacienda,
Carlos Solchaga, muy a su pesar se vio en la obligación de aceptar cuatro
devaluaciones casi seguidas. Fue esta modificación del tipo de cambio la que
permitió reconstruir la competitividad que se había perdido al mantener durante
bastantes años una tasa de inflación superior a la de nuestros vecinos.
Los defensores a ultranza de la Unión
Monetaria contraatacan afirmando que nuestra permanencia en el euro ha
permitido financiar hasta ahora, aunque con dificultades, nuestro déficit
exterior, lo que hubiera sido imposible de continuar con la peseta. Pero es que
de no haber estado en el euro nunca hubiéramos llegado a este nivel de
endeudamiento porque la devaluación y, por lo tanto, la corrección de nuestro
déficit exterior se hubiesen producido mucho antes.
Pretenden convencernos de que las
devaluaciones son nocivas porque representan un empobrecimiento frente al
exterior. Pero tras ese argumento se esconde una falacia. Las devaluaciones no
causan el empobrecimiento (al igual que la medicina no genera la enfermedad),
únicamente reconocen en el orden monetario lo que ya ha ocurrido en la economía
real y ayudan así a corregir el desequilibrio. La mentira radica en afirmar que
la renta per cápita española había superado a la italiana cuando solo se
trataba de un espejismo contable al realizar las cuentas con una moneda
sobrevalorada. Hemos vivido cerca de doce años en un mundo ilusorio y la
realidad nos vuelve a colocar en nuestro sitio. El déficit exterior por cuenta
corriente no alcanza como en el año 1993 el 3% del PIB, sino el 10%.
Pero nos equivocaríamos si concluyésemos de
todo lo anterior que la solución es sencilla, y que basta salirse de la Unión
Monetaria. Es cierto que nuestra clase dirigente podría y debería haberse
puesto en contra del Tratado de Maastricht en lugar de situarse al frente de la
manifestación. Es verdad que en el año 98 el Gobierno habría podido y debido no
entrar en el euro; es muy posible que entonces ni siquiera se hubiera
constituido la Unión Monetaria porque Italia hubiese adoptado la misma postura
y Francia se hubiese negado a ir en solitario con Alemania. Todo eso se podría
haber hecho, lo que ya no resulta tan fácil es dar marcha atrás una vez
llegados a la situación actual y con el nivel de endeudamiento exterior que
tenemos.
Nos han conducido a una encrucijada de
difícil salida. Antes o después, los desequilibrios tienen que corregirse, pero
las alternativas son a cual peor. O salirse del euro y devaluar, con un impredecible
coste a corto plazo, o recesión, paro, reducciones salariales y riesgo de
establecerse permanentemente en la depresión.
Todo ello era perfectamente previsible. Los
que criticamos fuertemente el Tratado de Maastricht y la Unión Monetaria lo
hicimos desde el convencimiento de que si permanecía el diferencial de la
inflación con los países de la zona euro y si no se podía realizar el ajuste de
la competitividad en el campo monetario devaluando la moneda, se efectuaría en
el ámbito de la economía real cuyo coste mediante paro y reducciones salariales
caería sobre los trabajadores. Eso es lo que está ocurriendo. Durante diez años
se ha vivido en una orgía económica en la que algunos se han enriquecido. Ha
llegado la hora de pagar la factura. Solo que ahora el coste va a recaer
principalmente sobre los trabajadores.