La secta de los precios estables

“Hoy no se fía, mañana sí”. Era frecuente encontrar este rótulo en las tascas del viejo Madrid. Forma castiza de expresar la negativa porque el mañana nunca llega, cuando llega ya es hoy. Algo similar sucede con las previsiones económicas en los momentos de vacas flacas. Resulta raro encontrar un gobierno, un organismo internacional o un servicio de estudios que, a la hora de estimar la evolución de la economía, no diagnostique para el siguiente año una mejora de la coyuntura económica. Mañana, el año próximo la economía se recuperará. Pero el año que viene nunca llega, porque será ya año actual. Todo consiste en ir a lo largo del ejercicio revisando a la baja las previsiones y afirmar de nuevo que la recuperación se producirá el año siguiente. Desde luego, alguna vez acertarán porque, antes o después, llegará el punto de inflexión del ciclo económico.

En los últimos tiempos la osadía del estamento económico ha llegado casi a su cénit. Primero, convencidos de que la etapa expansiva no finalizaría nunca, muchos, creyéndose Nietzsche, declararon la muerte de los ciclos y anunciaron el crecimiento estable y perpetuo y  más tarde, cuando aparecieron los primeros síntomas de desaceleración, minimizaron el problema. Se apresuraron a buscar algún acontecimiento político, el 11 de septiembre por ejemplo, para echarle la culpa y anunciaron, cómo no, la recuperación para el año siguiente. Economista español hubo que nada más iniciarse la desaceleración escribió largo y tendido acerca de cómo habíamos pasado de puntillas por la crisis. Tan de puntillas como que apenas había comenzado.

La terca realidad, no obstante, dinamita los castillos construidos en el aire. Recientemente, tanto la UE como la OCDE se han visto obligadas a recortar a la baja una vez más las previsiones de crecimiento asumiendo lo evidente: que estamos aún lejos de la recuperación, y que en todo caso tendremos que situarla como siempre en “el año que viene si Dios quiere”, tal como terminaba aquella columna del Hermano Lobo de la transición.

El discurso económico se ha hecho irresponsable, en el sentido de que los economistas y las instituciones que les dan cobijo pueden equivocarse tantas veces como sea necesario, sin que nadie se lo recrimine ni tengan que reconocer sus errores. Es más, si al final aciertan, muchos de ellos, llenos de presunción, se jactarán de ello olvidando las múltiples veces que se han equivocado. En economía parece que vale todo. La ignorancia o la ausencia de argumentos se compensa con el desparpajo y el dogmatismo. La irresponsabilidad, la falta de honestidad en los razonamientos y las ansias de servir al señor que paga transforman la economía en apologética.

En nuestro país, el discurso sobre la crisis se ha querido reducir a señalar que nuestras tasas de crecimiento son más elevadas que las de los países de nuestro entorno. Comparación socorrida aunque no por eso menos ambigua. Es cierto que nuestra economía ha crecido más que la media europea y  más que la alemana o la francesa, pero también es verdad que países como Portugal y Grecia han tenido un crecimiento similar (la tasa interanual media de incremento del PIB en el periodo 1996-2001 se ha situado al igual que en España ligeramente por encima del 3%) y el crecimiento de Irlanda ha sido mucho mayor (una tasa interanual media del PIB superior al 9% para el mismo periodo). En el presente año tanto la economía de Irlanda como la de Grecia están creciendo más que la de nuestro país.

Si alguna regla se puede extraer es que las economías más pobres de la Unión son las que más crecen. Pero ello se debe no tanto a la pericia de sus respectivos gobiernos como a que su potencial de crecimiento es mayor, ya que mayor es la infrautilización de su capacidad productiva, en especial de la mano de obra, con tasas de paro y de población activa superiores e inferiores a la media respectivamente.

Además, hay que tener en cuenta que la propia definición de PIB tiene mucho de convencional. Incluye tan sólo aquella producción destinada al mercado. No comprenderá, por ejemplo, la producción que los agricultores dediquen al autoconsumo, pero esos mismos productos sí entrarán a formar parte del PIB si los campesinos en lugar de consumirlos los ponen a la venta. Similar es el caso del trabajo doméstico, únicamente se contabiliza en el PIB cuando se realiza de manera asalariada. La conclusión es inmediata, puede aparecer como crecimiento económico lo que tan sólo es un cambio de las estructuras económicas –por ejemplo, modernización del sector primario o incorporación de la mujer al mundo laboral. Eso explica que aquellos países que están llevando a cabo tales modificaciones presenten tasas de crecimiento mayores que otros que por ser más desarrollados ya las realizaron en el pasado.

Los seguidores de la economía apologética suelen afirmar que en ninguna otra fase de desaceleración económica hemos tenido un diferencial positivo de crecimiento con el resto de los países europeos. Basta con remontarse a la última crisis económica para mostrar la inexactitud de tal aseveración. Es en 1988 cuando comienza tanto en Estados Unidos como en Europa y en nuestro país la desaceleración; a pesar de ello, hasta 1991 el crecimiento económico en España es superior al de EEUU y Europa. Únicamente en el año de mayor depresión (1993) y en el que comienza la recuperación (1994) Europa crece por término medio más que nuestro país. Y momentos similares están todavía lejos de llegar en la presente crisis,  por mucho que algunos lleven tiempo anunciándolos.

Lo malo de introducir la apologética en la economía es que antes o después surgen las contradicciones. Es tal el deseo de algunos de buscar explicación al descalabro en los precios que pretenden justificar la explosión en la inflación responsabilizando de ella a las mayores tasas de crecimiento, que, según dicen, presenta nuestro país respecto al resto de los países europeos. Vienen así a establecer una correlación directa entre inflación y crecimiento de la que siempre han renegado, pues han mantenido y aún continúan manteniendo que, por el contrario, la condición para el crecimiento económico es la estabilidad de precios. Como puede apreciarse, cabe defender una proposición y la contraria.

No es preciso dar como rigurosamente cierta la curva de Philips para admitir que existe una relación entre crecimiento económico y precios. Estas dos magnitudes conforman la variación del PIB nominal y es sobre esta variable sobre la que actúa la política monetaria. El talón de Aquiles de las medidas monetarias es precisamente dicha ambigüedad, pues nunca habrá certeza de a cuál de estos dos factores se está afectando, si al crecimiento real o a los precios. En la historia económica se encuentran muchos ejemplos de cómo políticas monetarias excesivamente restrictivas, lejos de contener la inflación, han ahogado el incipiente crecimiento económico. A menudo, de la política monetaria se ha podido predicar ese dicho popular que al tirar el agua sucia, se arroja también al niño por la ventana. Es posible que se contenga el incremento de precios, pero al coste de originar una recesión económica o impedir la reactivación.

Es por ello por lo que resultan tan inconsecuentes los parámetros sobre los que Europa ha constituido el BCE y la instrumentación de su política monetaria. Prescindiendo ahora del tema de su autonomía, lo cierto es que encargar a la autoridad monetaria exclusivamente del control de la inflación, al margen del ritmo de crecimiento y del nivel de desempleo, es abocarla a las situaciones más paradójicas. En realidad, si el BCE cumpliese al pie de la letra sus objetivos, debería situar los tipos de interés por las nubes con tal de curarse en salud y garantizar los niveles de inflación, sin importarle en absoluto lo que ocurriese con la economía real.

El colmo de la inconsistencia es el de aquellos que al tiempo que defienden un sistema tan irracional, después echan en cara al BCE sus reticencias a bajar los tipos de interés y le responsabilizan de que la economía en Europa no se reactiva. La culpa es del sistema creado y de aquellos que lo defienden. Carece de toda lógica la asimetría de comportamiento que se está dando entre el BCE y el Banco de la Reserva Federal de EEUU y nadie acusaría, creo yo, a esta institución de heterodoxia. Pero por muy liberal que sea el sistema americano, no han caído en el absurdo de pensar que el control de la inflación se puede realizar sin considerar el crecimiento y el empleo.

El diseño adoptado en Europa es hijo de lo que Paul Krugman denomina la secta de los precios estables. El problema radica en saber qué entendemos por estabilidad de precios. Desde luego no podemos pretender que éstos no sufran ninguna variación, porque incluso en el supuesto de que la tasa de inflación fuese cero ello no significaría que los precios no hubiesen cambiado, tan solo que las desviaciones positivas en unos productos se compensarían con las negativas en otros, resultando nula su media. En una economía dinámica los precios relativos no sólo pueden sino que deben variar, traduciendo así los cambios en las condiciones de producción y las diferencias en las evoluciones de la productividad. Dada la rigidez a la baja de precios y salarios, estos ajustes necesarios difícilmente se producirán si la inflación es cero. Es conveniente por tanto que esta variable se sitúe en cotas positivas, pero ¿dónde colocar el óptimo?, ¿en el 1, en el 2, en el 3%? ¿Por qué el 2% es aceptable y el 2,5% comienza a ser peligroso? Y aunque el 2% fuese mejor que el 2,5%, ¿merecería la pena sacrificar el crecimiento y el empleo para conseguirlo?

Por otra parte, la inflación no es exclusivamente un fenómeno monetario. La prueba palpable radica en que con una misma política monetaria, la impuesta por el BCE, las tasas de inflación de los países miembros son diversas, lo que convierte a  la Unión Monetaria en una bomba de relojería a medio plazo. No obstante, a corto plazo la permanencia en el euro está beneficiando a nuestro país; de lo contrario, el Banco de España en esa propensión a ser más papista que el Papa se habría empeñado en aplicar políticas monetarias más restrictivas elevando de forma desmesurada los tipos de interés. Probablemente, el diferencial de inflación no se habría reducido –hasta podría haberse incrementado–, pero lo que sí es seguro es que habría dañado gravemente el crecimiento. Tal vez, radique también aquí la diferencia con la crisis de 1993.

Para explicar las diferencias de inflación tampoco podemos acudir a los desequilibrios presupuestarios. Curiosamente, los países que presentan mayores déficit públicos, como Francia o Alemania, tienen tasas de inflación bastante más reducidas que la española, a pesar de nuestro déficit cero.

En los análisis económicos a menudo se olvida que lo que subyace siempre tras las elevaciones de precios es la lucha entre los respectivos sectores económicos  y entre las distintas clases sociales para adueñarse de una porción mayor del pastel. En el fondo se encuentra el reparto de la renta. Las teorías sobre la inflación se construyen sobre mercados irreales, de competencia perfecta. Pero hoy, en la mayoría de los sectores, lo que se da es la ausencia de competencia, bien porque el régimen sea de oligopolio, bien porque la información que llega al consumidor sea tan imperfecta o compleja que una elección racional resulta imposible. Ello es más cierto sobre todo en el área de los servicios, al pairo de la competencia internacional.

La desregulación del mercado de trabajo ha disminuido sustancialmente la fuerza de los sindicatos y ha empeorado las condiciones laborales, de manera que los salarios no son ningún elemento de presión sobre los precios; más bien al contrario, malamente logran seguirlos. De ahí que carezcan de todo fundamento las voces que claman contra las cláusulas de revisión salarial. Los precios dependen en última instancia del poder de los empresarios para obtener beneficios extraordinarios. El PSOE afirma que ha fallado el modelo económico del PP. Lo que ha fallado es el modelo con mayúscula. Si optamos por el liberalismo económico y despojamos al Estado de toda competencia en materia económica, difícilmente podemos pretender que el resultado sea el adecuado. Los mercados son racionales, persiguen el máximo beneficio para aquellos que los controlan.