Recursos
para la sanidad pública
Me preguntaba el miércoles pasado, desde estas
mismas páginas virtuales, acerca de qué hacer con los recursos públicos; si el
mejor destino de una importante cantidad de los mismos (un billón y medio de
pesetas entre la reforma fiscal de 1998 y la actual) era dedicarlo a rebajar el
impuesto sobre la renta, como ha hecho el gobierno, reducir las cotizaciones
sociales, como pretendía algún columnista o, por el contrario, había finalidades
más importantes y relevantes socialmente. En la semana trascurrida entre mi
anterior artículo y éste, el Defensor del pueblo ha contestado a la pregunta.
Acaba de
trascender a la prensa un informe de esta institución en que aparece de manera
meridianamente clara el caos en que se mueve la sanidad pública. Más de
trescientos mil pacientes aguardan para poder ser operados. La demora se alarga
en muchos casos más de seis meses. Todo aquel que haya tenido que utilizar los
servicios sanitarios públicos sabe que las listas de espera en las
intervenciones quirúrgicas es sólo el final de un proceso de obstáculos y
demoras: masificación en las consultas de medicina general que restringe al
límite el tiempo empleado por paciente, periodos dilatados para conseguir ser
auscultado por un especialista, plazos interminables para las pruebas o los
análisis, y al final, pasar, en su caso, a engrosar las listas de espera.
Se afirma
que una justicia lenta no es justicia, pero con igual o con mayor razón se
podría afirmar que una sanidad diferida no es sanidad. Parece evidente que a la
hora de luchar contra la enfermedad el tiempo resulta fundamental, tanto en su
detección como en la celeridad en arbitrar los remedios. Incluso en aquellos
casos en que la demora no ponga en peligro la existencia del paciente con toda
probabilidad afectará muy negativamente a la calidad de vida.
Esta
situación ciertamente no es nueva y viene de lejos, hasta el punto que nos
hemos ido acostumbrando a ella, sin darnos cuenta que constituye la pérdida de
un derecho fundamental y una violación flagrante de la Constitución, a la que
tan a menudo algunos recurren, pero sólo en aquellos aspectos que les
interesan. El PSOE suele vanagloriarse con frecuencia de haber universalizado
la asistencia sanitaria, aunque lo que no dice es que lo realizó sin dedicar a
este capítulo más recursos públicos, con lo que los servicios no pudieron por
menos que deteriorarse, deterioro que ha venido agravándose a lo largo de todos
estos años del gobierno popular.
La sanidad
pertenece a lo que los economistas llaman bienes superiores, cuya demanda
aumenta en mayor proporción de lo que lo hace la renta. Además los avances
técnicos y científicos y la mayor longevidad de la población exigen más y más
recursos hacia la sanidad. Mantener el porcentaje del PIB que se dedica a esta
finalidad, como gasto público, cuando no reducirlo, tiene que conducir por
fuerza al deterioro de la calidad del servicio.
Según el
informe del Defensor del pueblo la situación se ha agravado aun más con las
transferencias a las Comunidades Autónomas, lo cual era de prever. El Estado ha
aprovechado para trasladar a las Comunidades Autónomas el déficit existente en
esta materia, déficit que se pretende paliar haciendo que el propio Estado y
las Comunidades Autónomas eleven los impuestos indirectos sobre los
hidrocarburos. Madrid ya lo ha hecho. La transferencia de la sanidad a las
Comunidades Autónomas va a incrementar las diferencias regionales, manteniendo
una sanidad para las regiones ricas y otra para las pobres, aunque es posible
que las ricas, como ocurre en Cataluña y en Valencia, dediquen sus recursos a
otras finalidades y se coloquen a la cola en la calidad de la asistencia
sanitaria.
El deterioro de la sanidad pública espolea el auge
de la sanidad privada. Cada vez son más los que completan aquella con una
póliza en una sociedad privada, todos los que se lo pueden permitir. Para los
que la rebaja del impuesto sobre la renta les supone más de dos millones de
pesetas al año no tienen ningún problema en mantener este coste adicional. Para
los otros, para la gran mayoría, la pequeña ventaja fiscal obtenida con la
rebaja del impuesto les resulta totalmente insuficiente para poder sufragar una
sanidad privada. Para ellos, sin duda, hubiese sido mucho más conveniente que
esos recursos, recursos muy importantes, se hubiesen destinado a solucionar los
graves problemas de la sanidad pública.