Traca
popular
Las vacaciones de
verano han terminado con la traca popular, la designación por el presidente de
gobierno de su sucesor. Uno no puede por menos que preguntarse si estamos en
una democracia.
En aquellos tiempos
de la oposición, cuando el PP hablaba de regeneración democrática, Aznar
prometió que si llegaba a presidente del gobierno limitaría su permanencia en
el cargo a dos mandatos. El anuncio tuvo
general aceptación y se interpreto como un elemento positivo de transparencia
democrática. Nada le obligaba a ello. El régimen político español es
parlamentario por lo que ninguna norma prevé la limitación mandatos del
presidente de gobierno, pero puesto que las malas costumbres han trasformado el
sistema en casi presidencialista en la practica, tal medida se convierte en un
buen instrumento de higiene democrática.
El cumplimiento de aquella promesa dice
mucho a favor del actual presidente de gobierno. Tan acostumbrados estamos a
que los políticos se olviden de aquello a lo que se comprometieron que nos
extraña que una palabra se mantenga. Hasta aquí Aznar solo merece alabanzas.
Pero el juicio de valor se invierte tan pronto como nos adentramos en el
proceso sucesorio. La imagen de caudillismo y despotismo ofrecido, contrasta y
echa por tierra todo lo anterior.
Habrá que empezar por afirmar que Rajoi es nombrado para un
cargo inexistente, el de candidato a presidente de gobierno. Bien es verdad que
esta perniciosa costumbre no es privativa del partido popular. Con ella nuestro
sistema parlamentario se desvirtúa y se transforma en presidencialista. En un
sistema parlamentario los ciudadanos no eligen al presidente del gobierno, sino
a diputados y son estos a su vez en función de las alianzas, si las hubiera,
los que nombran al presidente del gobierno.
Pero al margen de esta consideración
general, la designación personalista realizada por Aznar ralla en la mas
absoluta de las desfachateces, e implica un desprecio total por las formas. De
sobra se conoce la exigua democracia que reina en las formaciones políticas, y
el caudillismo, secuela del presidencialismo, que termina por instalarse en
todas ellas. Los partidos, y más si están en el poder, acaban por identificarse
tan solo con un rostro, el del líder, y cualquier opción o protagonismo están
condicionados a la aceptación y beneplácito de este. La sucesión de tales
dirigentes tiene mucho de testamento. La opinión del que cesa es casi
definitiva a la hora de elegir al sucesor. Pero al menos hasta ahora se había
intentado guardar las formas e incluso ocultar este proceso tan poco
democrático.
En
esta ocasión, por el contrario, se ha hecho sin ningún pudor, a las claras,
casi vanagloriándose de ello. El PP se ha convertido en una monarquía testada,
como los antiguos emperadores Romanos. ¿Qué queda de la democracia? Si todo el
sistema se centra en la elección entre dos únicas formaciones políticas y el
juego en su interior es tan cerrado que se perpetúan por designación real. No
es de extrañar que los que en el inicio estaban en contra de la Constitución,
ahora la alaben tanto. Se han dado cuenta que tal como se interpreta en la
practica permite el deseado juego de poder
y además con el paraguas de utilizar el titulo democrático.