La carreta antes que los bueyes

Nuestros presidentes se han empeñado en colocar a España en primera fila. Aznar, con la foto de las Azores, la situó en la avanzadilla de la invasión de Irak, y ya vimos las consecuencias. Zapatero pretende ponerla ahora en la vanguardia de la construcción europea. ¿Por qué no serán más humildes y, con realismo, asumirán el papel modesto que nos corresponde? No hay cosa peor que querer aparentar lo que no somos.

Zapatero está empecinado en que seamos los primeros en ratificar la nueva constitución de Europa. Resulta difícil entender a qué viene tanta prisa. Será acaso que ambiciona que, como a González, le condecoren con la cruz de Carlomagno o, más bien, intenta que la sociedad española se pronuncie antes de la posible contaminación que se derivaría del debate en otros países, menos devotos del actual proyecto europeo y en los que sin duda se escucharán distintas melodías muy alejadas de la monocorde tonadilla española.

El problema es que el Consejo de Estado ha dictaminado lo que algunos –al margen de toda técnica jurídica y basados solo en el mero sentido común– veníamos afirmando, que la incorporación a la Unión Europea modifica sustancialmente la Carta Magna , aunque sea tan sólo por la cesión de soberanía que comporta, si no que se lo digan a los de Izar. Lo verdaderamente extraño es que hasta ahora no se haya visto la necesidad de que los ciudadanos se pronuncien. Triquiñuelas jurídicas lo han evitado. Pero llegado el momento de aprobar lo que denominan Constitución europea, al Consejo de Estado le ha parecido que se iba ya demasiado lejos si antes no se modificaba nuestra Constitución.

En mi opinión, el proyecto actual de la Unión Europea constituye un cambio sustancial, representa sustituir el Estado social de nuestra Constitución por el Estado liberal. Muchos de los preceptos de nuestra Carta Magna quedarán convertidos en papel mojado y de imposible cumplimiento. La dirección de la economía se sustrae a los poderes políticos democráticos nacionales, pero no para ser asumida por otro poder internacional de las mismas características, sino para abandonarla bien en manos tecnócratas políticamente irresponsables, como en el caso de la política monetaria, bien en las fuerzas ciegas o no tan ciegas, aunque siempre interesadas y nada democráticas, del mercado.

Según la nueva Constitución, todo acuerdo en materia fiscal, laboral o social precisará de unanimidad, lo que en una Europa a 25 ó 30 significa la paralización de estos temas y la imposibilidad de armonización. La libre circulación de capitales hará el resto y forzará el desmantelamiento de la tupida red de protección social y laboral construida en los Estados miembros. Desaparecerá cualquier política fiscal progresiva. El pacto de estabilidad impedirá, si aún fuese posible, toda veleidad keynesiana de los gobiernos nacionales. Las autoridades comunitarias sólo se preocuparán de mantener un teórico concepto de competencia en el que se perseguirán con fanatismo las ayudas de Estado a las empresas públicas, pero en el que sin embargo se será plenamente permisivo con los dumping fiscales y laborales y con rebajas tributarias y subvenciones a las empresas privadas. La estabilidad monetaria y el control de la inflación primarán sobre la creación de empleo.

¿Modificación de la Constitución española? Más bien involución radical, de la nuestra y de la mayoría de las Constituciones europeas. Pero nadie se atreverá a confesarlo. Es más, el Gobierno se empeña en minimizar el cambio y pretende ventilarlo con un referéndum consultivo. Sólo después se consultará al Tribunal Constitucional si se precisa reformar la Carta Magna, lo que constituye el colmo de los despropósitos. La carreta antes que los bueyes.