La
economía después de las elecciones
Pasadas las elecciones, quizás el análisis
económico pueda regresar a la normalidad y sea posible juzgar la coyuntura con
un mínimo de objetividad. Antes de los comicios el discurso estaba desvirtuado
por los intereses de los distintos partidos. Al PP todo se le volvían catástrofes, mientras que para el Gobierno todo
quedaba reducido a unas turbulencias sin apenas relevancia. Lo cierto es que
cada día que pasa la situación se torna más crítica y los augurios, más
pesimistas. Ha sido el mismo Greenspan el que ha afirmado que la crisis que nos
amenaza puede ser la más grave después de la del 29. Tal vez sea una
exageración, pero da idea de la importancia con que se está viendo el problema
en EEUU.
Habría que decir que la crisis presenta dos
caras distintas, aunque lógicamente interrelacionadas, una interna y otra
externa. Las dificultades han partido ciertamente del exterior: el pinchazo de
las hipotecas subprime de EEUU; pero el impacto en
nuestra economía no solo va a depender de la mayor o menor transmisión de las
turbulencias financieras a Europa, sino también de los desequilibrios
domésticos de nuestra propia realidad económica.
Las crisis siempre se han originado en una
ola de desconfianza que, con mayor o menor fundamento, crea incertidumbres e
inseguridades. Méjico, Japón, los tigres asiáticos, Argentina y ahora EEUU. Lo
insólito de la nueva situación es que es el corazón del Imperio el que se
tambalea, con lo que la amenaza y la prevención son mayores.
Tras muchos años de ensueño neoliberal,
afloran los problemas y las contradicciones. La inhibición estatal ha
convertido al mercado, tal como afirma el primer ministro francés, en la ley de
la selva. Sin vigilancia, las entidades financieras se han adentrado en
operaciones especulativas y enormemente arriesgadas, y la tupida maleza de la
ingeniería financiera –con operaciones encadenadas y recíprocas– hace difícil
distinguir qué empresas están implicadas y cuáles no, de manera que nadie se
fía de nadie ni está dispuesto a prestar dinero a nadie. El sistema se colapsa
por falta de liquidez.
La falacia del discurso neoliberal aparece
de manera clara en situaciones como la actual en las que se descubre que la
economía de un país es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos
privadas, especialmente porque las consecuencias de los errores o abusos no se
restringen al ámbito de los que los cometen, sino que tienen repercusiones en
capas importantes de la población, de tal modo que en la mayoría de los casos
es el Estado el que tiene que venir a sufragar los platos rotos. Incluso el muy
liberal y conservador gobierno Bush está acudiendo en auxilio de los bancos en
crisis, mientras que los gestores responsables se llevan cuantiosas
indemnizaciones.
Cada día se hace más evidente que la crisis
exterior va a influir en nuestra economía, al tiempo que se va desmintiendo un
discurso erróneo, el de que nuestro país está en mejores condiciones que otros
muchos para soportar las inclemencias futuras debido a que hemos hecho los
deberes y tenemos unas finanzas públicas saneadas.
No entraré en cuestionar la cuantía del
superávit presupuestario y cómo este se puede trocar en déficit en cuanto la
actividad económica se ralentice y se ponga en práctica la “pedrea” de
beneficios fiscales. Me referiré, sin embargo, al hecho mucho más significativo
de que el saldo del sector público es tan solo uno de los elementos, pero no el
único ni siquiera el principal, que coadyuva al déficit exterior. De nada vale
que el sector público presente unas cuentas saneadas si los otros sectores de
la economía arrojan importantes saldos negativos, y el endeudamiento de
empresas y familias alcanza niveles peligrosos.
En el presente, el déficit por cuenta
corriente ronda el 10% del PIB, el mayor de la OCDE en términos relativos, y el
segundo, después de EEUU, en absolutos. Para darnos cuenta del nivel de
magnitud del que estamos hablando, conviene recordar que en 1993 alcanzaba solo
el 3%, porcentaje que nos parecía elevadísimo y que estuvo en el origen de las
tres devaluaciones que tuvo que sufrir la peseta. Nuestra situación, pues, ante
la crisis financiera, lejos de ser privilegiada respecto a los otros países
europeos, es más bien crítica. En un momento de restricciones de liquidez y de
desconfianza en los mercados, la economía española tiene que salir al exterior
a financiar el 10% de su PIB y refinanciar, además, la deuda viva que venza en
ese momento.
Nuestra moneda no es ya la peseta, sino el
euro, y por lo tanto no cabe la devaluación como medio de recobrar el
equilibrio de nuestra balanza de pagos; pero quizás por eso la situación es más
delicada porque, al no poderse lograr el ajuste en el terreno monetario, se
producirá en el ámbito real, del crecimiento y del empleo. Deberíamos haber
tenido en cuenta este dato cuando nos vanagloriábamos de haber alcanzado a
Italia en renta per cápita. Aparte de no ser cierto, hay que señalar que, de
haberse producido la devaluación que eliminase o al menos paliase el déficit
exterior, la relación entre la renta per cápita de España y de otros países sería
distinta.
Es imprescindible considerar la diferencia
en la evolución en los precios para poder realizar las comparaciones entre
rentas per cápita. Esa ha sido siempre la historia económica de nuestro país.
Cada cierto tiempo éramos víctimas de un espejismo. Durante años íbamos
convergiendo en renta per cápita hacia la media del resto de países
desarrollados hasta que la necesidad de depreciar la moneda rasgaba el velo de
malla y devolvía los datos a su verdadera realidad, mostrándonos que la
convergencia había sido bastante más pequeña de lo que creíamos. Ahora no se ve
lo que está detrás del velo, pero eso no quiere decir que no exista.