Enseñanzas del asesinato en Londres

Resulta difícil no estremecerse al escuchar o leer que, tras una persecución, la policía inglesa, esa que se jactaba de no llevar nunca armas –el poli bueno de las películas–, después de reducir al sospechoso y tenerle en el suelo, le había disparado ocho tiros matándole en el acto. La noticia no parece provenir de la civilizada Londres , sino de cualquier país africano. Pero, con todo, lo más impactante no es el comportamiento de la policía; lo asombroso es que el primer ministro británico, que no pertenece a un partido conservador sino al laborista, haya salido en defensa de Scotland Yard y haya respaldado su actuación. Y más asombroso aún es que, según las encuestas, tal acto no haya suscitado apenas repulsa entre los habitantes de la Gran Bretaña ; bien al contrario, se inclinan por que la policía actúe en el futuro de la misma manera.

La causa de nuestra extrañeza radica en que nos resistimos a aceptar la realidad. Después de la invasión de Irak y del discurso ideológico mantenido, justificando la guerra preventiva, el asesinato del pobre brasileño es pecata minuta. Si se puede bombardear y masacrar un país, matando a miles y miles de personas por un “por si acaso”, ¿por qué no asesinar a cualquier sospechoso por otro “por si acaso”? Si los ciudadanos británicos después de los múltiples crímenes cometidos en Irak eligieron de nuevo a Tony Blair, ¿cómo no van a estar de acuerdo en esta ocasión con el comportamiento de la policía?

Claro que en España malamente nos podemos ufanar. Nada menos que el presidente del Tribunal Supremo ha respaldado la hazaña. Lo ha hecho con tonos apocalípticos, proclamando la tercera guerra mundial. Por muy paranoicas que estén nuestras sociedades –que lo están–, nadie refrendaría tal afirmación. Además, piensa nuestro eminente jurista que en las guerras todo está permitido. Resucita el viejo principio maquiavélico de que es lícito hacer el mal para conseguir el bien. Pero ¿no es en este principio en el que se basan los terroristas para justificar sus acciones? ¿Qué diferencia hay entonces entre ellos y nosotros? ¿No nos autoproclamamos acaso países civilizados?

Si los países occidentales podemos estar orgullosos de algo es de haber generado un pensamiento político que en buena medida deslegitimaba cualquier dictadura y despotismo, ya fuese político, religioso o económico, y emancipaba al hombre convirtiéndolo en ciudadano, portador de derechos y sujeto de garantías. Tal discurso partía de una triple tradición que tiene su origen en la Revolución Francesa , en la que, como afirma Ruggiero, se dieron tres revoluciones en potencia: la liberal, la democrática y la de carácter social, que corresponde al triple carácter del Estado que establecen la mayoría de las constituciones, entre otras la nuestra: de derecho, democrático y social.

El Estado de derecho se asienta en el reconocimiento y tutela de los derechos civiles y libertades públicas, la división de poderes y el sometimiento de todos, incluso los gobernantes, al imperio de una misma ley. El calificativo de democrático aplicado al Estado implica la participación de todos los ciudadanos en los asuntos públicos, es un paso más en la configuración política moderna; con relación al simple Estado de derecho añade al status libertatis, el status activae civitatis. El Estado social constituye el último escalón, complemento necesario de los otros dos. Parte de la consideración de que los aspectos económicos condicionan el ejercicio de los derechos civiles y políticos, y de que no se puede hablar de auténtica libertad sin disponer de un mínimo nivel económico. Estima que la mayor esclavitud surge de los lazos económicos, lo que ya contempló Rousseau al propugnar que “ningún ciudadano sea suficientemente opulento para comprar a otro ni ninguno tan pobre como para estar obligado a venderse”.

Liberalismo, socialismo y democracia, lejos de oponerse, se complementan. La eliminación de cualquiera de estos términos adultera los otros hasta corromperlos. Los derechos civiles y políticos sin una participación activa de los ciudadanos en los asuntos públicos se convierten, en el mejor de los casos, en despotismo ilustrado. La democracia formal, sin una dosis mínima de igualdad y de control democrático del poder económico, deviene en dictadura de la clase dominante. El socialismo sin democracia y libertad termina en tiranía de la burocracia y de los aparatos políticos.

Ciertamente estos principios no se habían encarnado plenamente y en su totalidad en ningún sistema, pero al menos en los que llamábamos países desarrollados nadie dudaba de ellos y servían a modo de referencia en la construcción de los Estados. Desde hace aproximadamente treinta años, el proceso se ha invertido. La involución comenzó en materia social y económica, de tal modo que en la actualidad nada queda, al menos en el orden de la teoría, de los principios y postulados de ese Estado social. Y si muchos de sus elementos no han desaparecido en la práctica es por la inercia del pasado y por la lógica resistencia que oponen las sociedades a verse privadas de determinados bienes de los que gozaron en el pasado.

Era de esperar la consecuencia. Antes o después, el deterioro progresivo del Estado social tenía que traducirse en quebranto del Estado democrático y de derecho. La negación de los derechos económicos y sociales termina convirtiéndose también en la vulneración de los derechos civiles y políticos. A pesar de que frente a otras culturas se nos llena la boca proclamando el carácter democrático de nuestras sociedades, lo cierto es que los sistemas políticos se han transformado en juegos formales en los que la única participación de los ciudadanos consiste en elegir entre dos partidos iguales y que van a hacer la misma política; es más, en gran medida, esta viene ya marcada por los mercados financieros y económicos, y nuestro sistema de garantías y derechos –bajo uno u otro pretexto– entra en crisis, como lo prueba, entre otros acontecimientos, el asesinato cometido hace unos días en la persona del súbdito brasileño en Londres.

Aparece así la verdadera cara del neoliberalismo económico, con pretensiones de ser pensamiento hegemónico, que no sólo destruye el Estado social sino también el de derecho y democrático. A pesar de su nombre, es lo más opuesto al verdadero liberalismo.