Los jueces a dedo

El actual ministro de Justicia lleva poco tiempo en el Gobierno, pero en el transcurso de estos escasos meses no ha estado muy afortunado que se diga. Ha hecho, es cierto, las delicias de comentaristas, tertulianos y periodistas, aunque en más de una ocasión ha debido de poner pálido al presidente del Gobierno, como cuando vino a decir en el Parlamento que antes o después retornaría el diálogo con ETA. Son de esas cosas que aunque se piensen, nunca se dicen. Primero, porque si la banda terrorista sabe que tiene abierta la vía del diálogo permanentemente, aumenta su posición de fuerza; y segundo, porque de cara a las próximas elecciones todo el empeño del presidente del Gobierno es convencer al personal de lo contrario.

Ahora el ministro nos ha obsequiado con otra perla retórica. Propone nombrar a los jueces a dedo, porque no otra cosa es designarles por el mero expediente académico. Los políticos tienen siempre la tentación -más cuanto más sectarios son- de controlar la Administración y convertirla en una prolongación del partido en el poder. Una de las características, sin embargo, de un sistema democrático es la autonomía e independencia de que esta debe gozar frente al poder político. Sus actuaciones han de estar pautadas y regladas. Las oposiciones se encuentran entre los elementos que garantizan esa independencia. Algún administrativista ha dicho, y no es exageración, que el único instrumento democrático durante el franquismo era el sistema de oposiciones, que objetivaba el reclutamiento de los funcionarios.

Es posible que con frecuencia las oposiciones no se hayan instrumentado de la forma más racional, y quizás muchas de ellas necesiten de reformas, de manera que se eliminen los factores más memorísticos. Siempre me ha parecido una aberración eso de cantar los temas. Me recordaba un pasaje de aquella película española, La casa de la Troya, en la que el catedrático interpretado por José Isbert afirmaba que entre dos alumnos uno que supiese el texto de memoria y otro que no dijese nada aprobaba al segundo y suspendía al primero. El segundo estaba en condiciones de aprender algún día la asignatura; el segundo, nunca.

Pero cualquier oposición, incluyendo la de los jueces, puede plantearse con otro tipo de ejercicios más práctico, donde no solo se demuestren los conocimientos sino también la capacidad para aplicarlos. Reformar las oposiciones está bien y puede ser conveniente; eliminarlas, sustituyéndolas por la designación digital, aunque se vista de algún tipo de prueba o concurso, es profundamente negativo. Solo puede tener un efecto: equiparar nuestra Administración a la de un país políticamente subdesarrollado.

Paradójicamente, la Transición y la llegada de la democracia no han significado el avance que cabría esperar en la forma objetiva y profesional de reclutar a los empleados públicos. Si nuestra Constitución afirma tajantemente que debe hacerse según los principios de mérito y capacidad, en la práctica ha habido una cierta tendencia a olvidarlo. La creación de las Administraciones autonómicas ha representado una vía de escape, ya que en la mayoría de los casos el personal accedía a la función pública mediante el clientelismo político, evocando el procedimiento de turnos de la Restauración.

La creación a lo largo de todos estos años de entes y organismos sui géneris ha representado, bajo el pretexto de la agilidad y la eficacia, la ruptura de los procedimientos pactados y el avance de la discrecionalidad, discrecionalidad que como no podía ser de otra forma tenía también su reflejo en la contratación de personal. El nuevo Estatuto del empleado público abre caminos peligrosos. Con la excusa de la modernidad, admite un tipo de ejercicios y pruebas selectivas poco objetivas y que son susceptibles de una gran arbitrariedad.

El peligro de clientelismo político aumenta exponencialmente con la Ley de Agencias, en la que se admite la designación de personal no funcionario para todos sus cuadros directivos mediante contratos de alta dirección, copiados del sector privado, totalmente abiertos y sin ningún requisito para el acceso. En el caso de que este nuevo y deforme modelo de organismo se generalice mediante la conversión de determinadas parcelas de la Administración, aumentará en muchos grados la politización de la función pública, politización entendida en el peor sentido, en el del sectarismo partidista.

Si esta forma de actuar, cuando se trata de los empleados públicos en general, se puede juzgar nociva para la salud del sistema democrático ¿qué decir si se intenta aplicar al tercer poder del Estado, cuya independencia frente al Ejecutivo debe estar al abrigo de cualquier sospecha?