La
sanidad y las tarjetas de crédito
De sobra tengo por
sabido las contradicciones en que se desenvuelve el neoliberalismo económico,
contradicciones que surgen de su condición de ideología en sentido estricto, es
decir, de doctrina cuya única finalidad radica en justificar, al tiempo que
ocultar, una compleja trama de intereses. Nada tiene, pues, de extraño que en
ocasiones acepte y bendiga comportamientos y medidas que se censuran
fuertemente en otras. Todo es relativo. Bueno o malo según beneficie o perjudique
a los intereses que defiende.
Surge de inmediato
una pregunta: ¿cómo es posible que, siendo un discurso tan poco científico y
verídico, domine ampliamente la opinión pública, y cómo son tan pocos los que
se dan cuenta de sus absurdos y contradicciones? La respuesta no es demasiado
difícil; la razón hay que buscarla precisamente en la fuerza e importancia de
los intereses a cuyo servicio se encuentra. Qué más da que sea verdad o
mentira, lo importante es que resulta de enorme utilidad a los que tienen poder
y fuerza para imponerlo. Pero dejemos la teoría y vayamos a la práctica porque
mi intención esta semana era señalar una de estas contradicciones,
concretamente el discurso tan dispar y los argumentos profundamente
contradictorios que el neoliberalismo económico emplea según se trate de la
sanidad o de las tarjetas de crédito.
Refiriéndose a la sanidad, el pensamiento único está siempre presto a
defender su privatización, o al menos la necesidad de eliminar su carácter
gratuito. Se propone el copago, la franquicia, el ticket regulador o como
quiera que se llame, en definitiva, la necesidad de que el consumidor asuma
parte del coste del servicio. El argumento empleado es siempre el mismo, se
trata de racionalizar el consumo. Se afirma que todo lo gratuito tiene una
demanda infinita y que sólo el precio o parte del mismo es capaz de evitar el
despilfarro.
El razonamiento en abstracto tiene su parte
de verdad. En economía, todos hemos estudiado que el precio tiene, entre otras
finalidades, la de limitar el consumo, propiciando una asignación adecuada de
los recursos. La cosa, sin embargo, cambia cuando se desciende a lo concreto.
El sector escogido, el sanitario, es sin duda el menos apropiado para que se
cumpla el argumento anterior. En primer lugar, al tratarse de un bien de
primera necesidad e imprescindible, al que todos los ciudadanos deben tener
derecho, el mercado no asigna correctamente los recursos de acuerdo con estos
presupuestos. Muchos ciudadanos quedarán sin los servicios necesarios simplemente
por carecer de medios para demandarlos.
En segundo lugar, y dadas las especiales
características de los bienes que en este sector se prestan, no parece que sea
muy probable que la demanda sea infinita, ni siquiera que se produzca un
consumo excesivo. Resulta difícil pensar que uno vaya a escayolarse el brazo
por placer o que, salvo raras excepciones, sienta un regustillo especial en
hacerse una radiografía o atiborrarse de medicamentos.
En tercer lugar, en la sanidad precisamente,
no es el consumidor el que determina la demanda, sino el médico, lo que hace
que el precio sea el elemento menos indicado para racionalizar el mercado. No
hay ninguna razón para que el consumo se dispare si es gratuito; más bien
podría pensarse que el resultado viene a ser el contrario y que en una sanidad
privada habría peligro de que se tendiese a un consumo excesivo y
desproporcionado por la simple razón de que el médico o los hospitales fuesen
proclives a diagnosticar pruebas o medidas innecesarias con la única finalidad
de incrementar sus beneficios.
Pero pasemos al campo de las tarjetas de
crédito, un buen negocio para las entidades financieras. Aquí no parece que el
discurso del neoliberalismo económico esté interesado en racionalizar el
consumo por medio del precio. En este mercado, tal y como está constituido, el
coste del servicio no recae principalmente sobre el que lo demanda o lo
consume, sino sobre los comerciantes que lógicamente lo repercuten a todos en
el precio de los diferentes productos. Es decir, que juega una especie de
impuesto que grava de forma generalizada a todos los ciudadanos en cuanto
consumidores, utilicen o no la tarjeta de crédito. Ello conlleva, y aquí sí que
se cumple la teoría, un consumo muy superior al que los ciudadanos estarían
dispuestos a demandar si fuesen ellos los que tuviesen que asumir el coste de
los servicios que realizan.
Presenciamos a
diario cómo todos tendemos, bien sea en compras grandes o pequeñas, a utilizar
más y más las tarjetas de crédito. Pero detrás de esta demanda generalizada se
esconde un espejismo, la creencia de que su uso es gratuito. Seguro que el
comportamiento sería muy diferente si en cada ocasión que utilizásemos la
tarjeta de crédito el precio de la compra se incrementase un 5%.
El objetivo de las entidades financieras es
muy claro: expandir lo máximo posible el uso de las tarjetas y con él sus
beneficios. Para ello nada mejor que ocultar el verdadero coste de su uso,
originando que se demande en una cantidad infinitamente mayor que si en cada
servicio hubiese de abonarse el correspondiente precio. El planteamiento sin
duda violenta las sacrosantas reglas del buen funcionamiento del mercado que la
ortodoxia neoliberal ha jurado defender, pero no sé de ningún servicio de
estudios que haya propugnado en este asunto cambio alguno; ellos guardan su
furia exclusivamente para el sector sanitario.