Demagogia
barata
A favor o en contra, preguntaba un
catedrático amigo, cada vez que le encargaban algún artículo. Aunque chusco, el
caso es bastante frecuente. Son muchos los tertulianos, comentaristas, y expertos
que están dispuestos a defender aquello y lo contrario, lo que les manden.
Viene esto a cuento de las cosas que estos días se han oído y leído con ocasión
de la sentencia de la Audiencia Nacional sobre las retribuciones a los
funcionarios. ¡Dios mío, qué disparates!, todo cabe con tal de defender al
Gobierno.
El asunto, en contra de lo que se ha dicho,
es bastante antiguo; se planteó hace años con respecto a los trabajadores de
empresas públicas. Si ahora surge con los funcionarios, es porque hasta la Ley
7/1990 de 19 de julio no se les reconoció el derecho a la negociación
colectiva. El problema que aborda la sentencia no es desde luego fácil: ¿qué
debe primar los convenios o la ley de presupuestos? Pero, por eso mismo choca
más la superficialidad y sectarismo con que estos días se ha tratado el tema y
se ha querido descalificar la sentencia, de la que se podrá afirmar cualquier
cosa excepto que no sea seria y contenga argumentos bien fundados. Lo que no
quiere decir que mañana no se produzca una sentencia en sentido contrario,
porque a los tribunales les ocurre como a mi amigo el catedrático que también
fallan a favor o en contra, en función de las exigencias políticas.
Se ha dicho que iba en contra del Parlamento
y que ponía en cuestión su soberanía. Es un argumento bastante demagógico, dado
que, como la propia sentencia reconoce, tanto las Cortes Generales en la
aprobación, como el Gobierno en la elaboración de los presupuestos, se
encuentran vinculados por compromisos previos legalmente asumidos: contratación
de obras o servicios administrativos, alquileres de inmuebles, pagos por
intereses y amortizaciones de la deuda pública, etc.
Los presupuestos de cada año no se elaboran
en el vacío, y es evidente que su simple aprobación no puede anular contratos
legalmente establecidos por la Administración. De lo contrario nadie se
arriesgaría a negociar con el Estado. Los que ahora se muestran paladines de la
soberanía de las Cortes, serían los primeros en poner el grito en el cielo si
en un presupuesto, el Estado modificarse unilateralmente las condiciones
económicas previamente pactadas con particulares. No hace demasiado tiempo que
protestaron y se escandalizaron ante el simple rumor de que se podían anular
los contratos de licencias de UMTS.
El problema, es verdad, resulta complejo,
pero de lo que no cabe duda es que optar por la supremacía de la ley de
presupuestos sobre la negociación salarial de los trabajadores públicos
implicaría negar ésta en la práctica y, por lo tanto, dejar en papel mojado las
prescripciones de la Ley 7/1990. Quién va a negociar un contrato que una de las
partes puede anular unilateralmente.
Para defender la postura del Gobierno se ha
acudido a los intereses generales y a lo que goza, en los momentos presentes,
de un mayor estatus de respeto y de invulnerabilidad: el euro. Algún sesudo
catedrático ha habido, que metiéndose en camisas de once varas ha razonado de
la siguiente manera: El pacto con los sindicatos es un contrato de tracto
sucesivo, los cuales pueden modificarse si cambian sustancialmente las
circunstancias. Y ¡eh aquí! - pensaba él- que las circunstancias habían
cambiado por las condiciones sobre el déficit público estipuladas en
Maastricht. Se olvidaba el docto profesor que el Tratado de Maastricht se firmó
en 1990 y que, por lo tanto, estaba ya en vigor cuando gobierno y los
sindicatos llegaron al acuerdo.
Pero es que, además, ni Maastricht, ni el
euro, ni los intereses generales económicos tienen nada que ver en este asunto.
La cantidad de que estamos hablando es de 60 mil millones de pesetas anuales,
que desde luego se puede hacer infinita si se tarda infinitos años en pagarla.
Sesenta mil millones anuales será una cifra ciclópea desde la óptica
de una economía
doméstica, pero no tiene
excesiva relevancia al compararla con el volumen
total del gasto
público, o
con la cuantía
que alcanzaba el déficit en
aquellos momentos.
Resulta bastante
ingenuo pretender que nuestra entrada
en la Unión
Monetaria dependió de este recorte
o de otros similares. Si nuestro
país, y
la mayoría de los países
que claramente no cumplían las
condiciones de Maastricht, pudieron acceder al euro
fue por la
clara voluntad política de toda
la Unión Europea
en constituir la moneda única
con el mayor
número de estados posible, flexibilizando
por tanto, en la práctica,
los criterios de convergencia y permitiendo maquillajes de cantidades enormes en las cuentas
públicas.
La prueba
más palpable de que no
existe un nexo
de causalidad con la entrada en
el euro, es que el gobierno,
casi al tiempo que congelaba el sueldo a
los funcionarios promulgaba dos Decretos leyes, el de actualización
de balances y el de
cambio de tributación
de las plusvalías, con un
coste fiscal muy superior al
de mantener el pacto firmado
con los sindicatos. Pero, eso
sí, esas medidas
servían para beneficiar a las
empresas y a las rentas
de capital.
La estrategia seguida estos días por
el gobierno y sus adláteres
ha consistido, amén de escudarse
detrás de la
soberanía del Parlamento y del euro, en enfrentar
a funcionarios con contribuyentes. Se han
apresurado a afirmar que el
cumplimiento de la sentencia llevaría
aparejado una subida de impuestos. Es curioso
que la bandera
de las restricciones presupuestarias se agite siempre que se trata
de incrementar determinados gastos, sean sociales
o de personal, pero parece
que no existe
para otro tipo
de medidas que favorecen a las grandes
empresas, o
los contribuyentes de rentas altas.
Sesenta mil millones de
pesetas anuales para el incremento
salarial de los funcionarios se considera una
cantidad inasumible, pero nadie habló
de restricciones presupuestarias ni de subir los
impuestos para enchufar más de
un billón de
pesetas a las
eléctricas, y tampoco se
tuvo en cuenta
el déficit público cuando las licencias de UMTS se adjudicaron
por concurso, renunciándose a la subasta, y
con ella a
ingresar más de tres billones de pesetas.
El déficit público y el
euro, asimismo, no fueron obstáculo para acometer una reforma
fiscal muy regresiva, dirigida fundamentalmente a las rentas
altas y cuyo
coste anual ha estimado el
propio ministerio en más de
800 mil millones de pesetas. Es
más, incluso
ahora, se
anuncia una reducción del impuesto de
sociedades que beneficiará a los empresarios, y una
nueva rebaja del tipo marginal
del impuesto sobre la renta,
que es el
que incide sobre los contribuyentes
de ingresos elevados.
La sentencia de la
Audiencia Nacional puede ser ciertamente
discutible. Como ya he afirmado,
el problema es complejo,
pero, por favor,
no se pretenda hacer demagogia barata y, mucho
menos, justificar la postura del
Gobierno.